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Holger Carlsen esperaba morir, pero no tenía tiempo para sentir miedo. Una parte de él recordó otros tiempos pasados aquí, la tranquilidad, la luz del sol y las gaviotas por encima, sus padres adoptivos, una casa llena de objetos pequeños y queridos; sí, y el Castillo de Kronborg, de ladrillo rojo y esbeltas torres, de tejados de cobre patinados sobre las brillantes aguas. ¿Por qué pensó de pronto en Kronborg? Se acostó en la playa, con la Luger caliente entre sus dedos y disparó hacia las formas sombrías que saltaban. Las balas silbaron junto a sus oídos. Un hombre gritó. Holger hizo puntería y disparó.

En ese momento, todo su mundo estalló en llamas y oscuridad.

1

Despertó lentamente. Durante un tiempo permaneció allí acostado, apenas consciente de otra cosa que del dolor de su cabeza. Su visión se había vuelto fragmentaria, hasta que comprendió que aquello que tenía ante él era la raíz de un árbol. Al darse la vuelta, escuchó el crujido de una gruesa alfombra de hojas. La tierra, el musgo y la humedad entraban por su nariz.

¡Del var som funden! —murmuró, lo que aproximadamente significa «¡qué demonios!» Se sentó.

Al tocarse la cabeza, sintió la sangre coagulada. Su mente todavía estaba embotada, pero comprendió que una bala debió pasar rozando su cuero cabelludo, y que le dejó sin sentido. Unos centímetros más abajo… se estremeció.

¿Pero qué había sucedido desde entonces? Estaba tumbado en un bosque, a la luz del día. No había nadie más a su alrededor. Ninguna señal de la presencia de nadie. Sus amigos debieron escapar, llevándolo a él, y lo ocultaron allí. ¿Pero por qué le habían quitado la ropa y le habían abandonado?

Rígido, con náuseas, la boca seca y con mal sabor, con el estómago hambriento, se sujetó la cabeza para que no se rompiera en pedazos y se levantó. Por la inclinación de los rayos del sol entre los troncos de los árboles se dio cuenta de que sería una hora avanzada de la tarde. La luz de la mañana no tiene esa peculiar cualidad dorada. ¡Cielos! Había debido dormir casi un día entero. Estornudó.

No lejos de allí, un arroyo tintineaba corriendo entre sombras profundas moteadas por el sol. Llegó hasta él, se agachó y bebió hasta saciarse. Después se lavó la cara. El agua fría le hizo recuperar un poco las fuerzas. Miró a su alrededor tratando de averiguar dónde estaba. ¿El bosque de Grib?

Por los cielos, no. Estos árboles eran demasiado grandes, nudosos y selváticos: robles, fresnos, abedules y espinos densamente cubiertos de musgo, matorrales enmarañados entre ellos hasta formar un muro casi sólido. En Dinamarca no había zonas así desde la Edad Media.

Una ardilla subió corriendo por un tronco, como si fuera un fuego rojo. Dos estorninos emprendieron el vuelo. A través de un claro en el follaje vio un halcón suspendido en el aire a una altura inmensa. ¿Quedaban halcones en este país? Bueno, quizá alguno, no lo sabía. Contempló su propia desnudez y se preguntó, tambaleándose, lo que podría hacer. Si sus camaradas le habían desnudado y dejado allí, tendrían una buena razón, y él no debería irse. Especialmente en ese estado de desnudez. Pero, por otra parte, a ellos les debía haber sucedido algo.

—Difícilmente podrás acampar aquí para pasar la noche, muchacho —dijo en voz alta—. Al menos entérate de dónde estás —su voz parecía poco naturalmente elevada donde sólo se escuchaba el rumor del bosque.

No, había otro sonido. Tenso, le prestó atención hasta reconocer el relincho de un caballo. Eso hizo que se sintiera mejor. Cerca de allí debía haber una granja. Sus piernas eran ahora lo bastante estables como para pasar a través de una pantalla de mimbres y tratar de encontrar el caballo.

Cuando lo hizo, se quedó paralizado.

—No —dijo.

El animal era gigantesco, un semental del tamaño de un perdieron, pero de constitución más graciosa, lustroso y negro como una medianoche pulida. No estaba atado con un ronzal, aunque unas riendas orladas y elaboradas colgaban de una jáquima repujada con plata y arabescos. Sobre el lomo había una silla, de canto y perilla altos, también ornamentada en cuero; iba cubierto con una manta de seda blanca, sobre la que había bordada un águila negra; y una especie de bulto.

Holger tragó saliva y se acercó al animal. Muy bien, pensó, así que hay alguien a quien le gusta cabalgar con este estilo.

—Hola —gritó—. Hola, ¿hay alguien por aquí?

El caballo sacudió sus crines y relinchó al aproximarse Holger. Con su morro blanco le hociqueó en las mejillas y golpeó el suelo con los grandes cascos, como para irse. Holger acarició al animal; nunca había visto un caballo tan amigable con los extraños; y lo examinó más atentamente. En la plata de la jáquima había grabada una palabra con caracteres extraños de aspecto antiguo: Papillon.

—Papillon —dijo en voz alta. El caballo relinchó de nuevo, pateó el suelo y se dejó llevar por la brida que había cogido Holger.

—¿Te llamas Papillon? —preguntó Holger acariciándole—. Es la palabra francesa que significa mariposa, ¿no es así? Vaya capricho llamar mariposa a un tipo de tu tamaño.

El paquete que había detrás de la silla llamó su atención, y se inclinó para mirarlo. ¿Qué diablos? ¡Cota de mallas!

— ¡Hola! —volvió a gritar—. ¿Hay alguien por aquí? ¡Socorro!

Una urraca se burló de él.

Mirando a su alrededor, Holger vio apoyado en un árbol un largo palo de cabeza de acero, con una empuñadura en forma de cesta cerca del extremo. Una lanza, Dios mío, una lanza medieval. Se sintió lleno de excitación. Por la movilidad de su vida, no era tan laboriosamente cumplidor de la ley como la mayoría de sus compatriotas, por lo que no vaciló en deshacer el bulto y extenderlo. Encontró varias cosas: una cota de mallas lo bastante larga como para que le llegara a las rodillas: un casco cónico con plumas de color carmesí, sin visor, pero con un salvanariz; una daga; una colección de cintos y correas de cuero; el acolchado que se ponía debajo de una armadura. También incluía varias ropas para cambiarse, como pantalones, camisas de manga larga, túnicas, jubones, mantos y varias más. Cuando la ropa no era de lino basto de alegres colores, era de seda bordeada de piel. Al pasar al costado izquierdo del caballo no se sorprendió al encontrar una espada y un escudo colgados de la retranca del arnés. El escudo tenía la forma heráldica convencional, de 1,20 metros de largo, y evidentemente era nuevo. Cuando tomó la cubierta de lona de la superficie, que era una chapa de acero delgado sobre una base de madera, vio el dibujo de tres leones alternados con tres corazones rojos sobre un fondo azul.

Un oscuro recuerdo se agitó en él. Se quedó en pie, perplejo, durante un rato. ¿Esto era…? Un momento. El escudo de armas danés. No, ése tenía nueve corazones: la memoria volvió a fallarle.

¿Pero qué estaba pasando? Se rascó la cabeza. ¿Alguien estaba organizando un desfile histórico? Sacó la espada: era de hoja ancha, con cruz en la empuñadura, doble borde, y muy afilada. Su mirada de ingeniero reconoció enseguida el acero de bajo contenido de carbono. Nadie reproducía el equipamiento medieval con esa precisión, ni siquiera para una película, mucho menos para un desfile. Pero se acordaba de las exposiciones de museos. El hombre de la Edad Media era de tamaño inferior al de sus descendientes actuales. La espada se ajustaba en su mano como si estuviera hecha para que la cogiera él, que tenía el tamaño de un hombre del siglo XX.