Blanca se cubrió el hombro con pereza, indolente, con la parsimonia justa en la provocación, asegurándose de que José supiera que se lo había querido mostrar y que ahora lo tapaba a sus ojos.
Es tiempo de recordar que aquella tarde hicieron el amor por primera vez. Tienes en los ojos todos los ríos del mundo, dijo mientras la descubría. Y ella le contestó riendo: Es que soy el mar.
Acababan de hacer el amor. José la abrazaba, una mano exacta en su pecho. Blanca apretó su mano sobre la de él para sentir aún más la presión. Se estremeció. Un temblor. Un sobresalto. Una sacudida. Suspiró. Se cubrió con sus brazos, como si quisiera protegerse con el cuerpo tendido a su espalda, arroparse.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, no es nada —no quiso decirle que su ternura le dolía en la ausencia de otra ternura.
Blanca giró la cabeza. José sonreía, la miraba. Ella sonrió también.
—Me dieron ganas de besarte así en El Retiro.
José le mordió el hombro, lo mordió con los labios.
La besaba sin dejar de mirarla, para verla en su placer. Le sorprendió en ella la melancolía.
—Tienes los ojos...
—¿Como todos los ríos del mundo?
—No, ahora los tienes tristes.
José se quedó dormido y Blanca se levantó para ducharse. Dejó caer el agua caliente sobre su piel, limpiarse de la ternura de José, liberarse de la emoción de sus besos. Se enjabonó los ojos, quitarse los ríos que él le había puesto. Se restregó los oídos con fruición, borrar el eco lacerante de su boca. Palabras, palabras. Y los labios, los dientes, la lengua, ella había hablado también, había mordido, había besado. El agua resbalaba sobre ella sin conseguir limpiar su turbación. Volvió a enjabonarse, con rabia. El agua arrastraba el jabón, y nada más. Salió de la ducha con los ojos enrojecidos y se puso a llorar, no un llanto convulsivo y sonoro, eran las lágrimas que huían de los ojos. No quería llorar, era que otra lloraba en ella y Blanca se abandonaba a su llanto. Permaneció así, dócil a su íntima contradicción, llorando y apartándose las lágrimas con los dedos, los mismos que poco antes acariciaban el cuerpo de José con una pasión que ella había olvidado, deteniéndose en él. Recordó tanto amor, inútil, tanto deseo, tanto vacío. Y otro olor. Se vistió, dejó una nota sobre la cama, y se marchó.
«No quiero otro demonio.»
José despertó con el ruido de la puerta al cerrarse. Se incorporó y vio la nota. La leyó. Tardó unos segundos en reaccionar. Se levantó. Se vistió. Corrió. Salió a la calle. Nadie. Entonces comenzó la búsqueda.