—¿Cuál?
—Tienes un demonio en los labios —le sujetó las mejillas un instante, los dos se miraron a la boca—. Ese demonio, ¿siempre es tuyo?
—Y tuyo cuando tú quieras —Blanca se sorprendió de su propia osadía. Retiró con sus manos las de José y le dio la espalda. Él le apartó la melena y le rozó la nuca con los labios, se acercó a su oído.
—Ahora —susurró—, ahora quiero tu endemoniada boca.
La giró hacia él, volvió a tomarle las mejillas, y la besó. Blanca dejó que le llenara la boca con su boca, y la cintura con su abrazo. Fue el primer beso de todos sus besos. Fue ante el Ángel Caído, frente al primer demonio de todos los demonios.
José buscaba a Blanca. Rodeaba la fuente. Miraba una y otra vez los ocho demonios de la base, las ocho parejas de serpiente y caimán, apresadas. Ocho, ése es mi número, le había dicho ella en La Rosaleda, porque es redondo y par, porque une la tierra y el cielo. Además es el número de la palabra, y el espejo de Amaterasu, la diosa japonesa del sol que nace de una lágrima. Y siguió enumerando motivos para preferir el ocho entre todos los números, hasta que llegaron a la fuente y le mostró ocho demonios en la base.
Buscaba a Blanca, y mirando a la gente se dio cuenta de que nadie se parecía a ella.
Un mes no pasa pronto. Tarda en pasar el mismo tiempo que dura la espera. Y tarda más cuando se espera algo probable, improbable. Vendrá. No vendrá. Mañana. Vendrá. Seguro. Mañana. Y sus días se hicieron largos. Largos. Porque los contaba.