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La cama de Ulrike permaneció deshecha durante dos días. Nadie se atrevía a tocarla. La puerta de la habitación quedó cerrada desde que Blanca depositara en un rincón la bolsa que trajo del hospital. Fue la última que cerró aquella puerta y la primera que se decidió a abrirla de nuevo, para evitarle a Maren la desolación de la cama vacía, su camisón vacío. Retiró el camisón y las sábanas y los echó a lavar, estaban limpios. Ordenó las prendas de vestir que estaban sobre la silla, posiblemente eran las que iba a ponerse Ulrike para ir a la sesión de quimioterapia, las dobló y las colocó encima de la cama, aún siguieron allí durante tres días más. Sacó la ropa de la bolsa de plástico, el sujetador estaba cortado a tijera por la mitad. Manchas de barro en la parka y el pantalón eran las señales de la caída. No había sangre.

Maren entró entonces en la habitación.

—¡La sortija! —dijo con el temor de una pérdida—. Mi madre llevaba siempre una sortija. Nadie nos la ha dado.

Blanca buscó en el fondo de la bolsa y la encontró anudada en una venda.

—Aquí está.

Maren cogió el anillo y se dirigió al comedor, donde estaba Curt.

—¿Puedo quedármelo? —le preguntó mientras se lo ponía.

—Claro —Curt estaba leyendo su carta. Cogió la mano de Maren y miró la sortija que había sido de su madre y de su abuela—. A mamá le gustará que la lleves tú.