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Fue el tiempo el que le enseñó a esperar. Esperar. Desear. Que acabara la guerra. Esperar. Y la guerra acabó. Tres meses después de llegar a Hamburgo con su madre y Ulrike huyendo de Dresden. Hitler ha caído, oyó decir a su abuelo, Hitler ha caído, repetía, y la madre obligó a los niños a retirarse a su habitación. Esperar, de nuevo. A que sus vidas cambiaran poco a poco. Sin dejar de esperar. Esperar, desear, que la madre volviera intacta de retirar escombros, con su pañuelo anudado a la cabeza, blanco al marchar y de regreso, pardo de miedo y polvo. Y su madre volvía siempre, llorara o no llorara el niño, temiera o no temiera el abuelo que una bomba, que no hubiera explotado al caer, estuviera oculta entre las ruinas e hiciera volar su pañuelo blanco, y los pañuelos de las desescombreras que se inclinaban junto a ella.

Fue su primera niñez el tiempo del orgullo, en brazos de su abuelo, el hombre más grande que el niño había visto jamás. Y más tarde, la humillación. El padre de su madre hundido en un sillón tapándose la cara con las manos, reducido a la mitad de su tamaño, después de haber sido obligado a firmar un documento para reincorporarse a la vida civiclass="underline" la abjuración de su pasado hitleriano.

Fue el tiempo el que enseñó al niño a descubrir el triunfo en aquella derrota, a transformar la vergüenza personal en vergüenza histórica. Fueron muchos años de esperar. Comprender. Llegar a comprender. Hasta poder levantar la frente y saber que el error no había sido suyo.

Peter sabía esperar. Había visto Hamburgo destruida cuando el niño apenas contaba seis años. La ciudad de su madre y sus abuelos, la de sus vacaciones de verano, y Navidades, y Pascua, los huevos de colores escondidos en la casa y el jardín. Hamburgo, la Puerta al Mundo. La había visto caer y después, la había visto levantarse sin que él se explicara cómo, y crecer, hacia Altona, hacia Blankenese. Y así pudo mostrársela a Blanca, la primera vez que pasearon a orillas del Elba. Presumió ante ella de los tejados verdes reflejados en el Alster. La llevó al muelle flotante, y se jactó en el puerto de saber entonar el saludo de los hamburgueses: el grito de Hummel-Hummel. Mors-Mors. Un aguador llamado Hummel, le explicó, era objeto de burla por parte de los niños, le gritaban Hummel-Hummel, riéndose de él, Hummel contestaba enseñándoles el trasero, que en bajo alemán es Mors, y gritándoles Mors-Mors.

Blanca se dirigía a casa de Peter acompañada de recuerdos que le impedían recordar. Cerrar la puerta. El trébol de cuatro hojas que encontraron en el césped, cuando iban hacia el mercado de las flores, aún lo llevaba en su cartera junto a las fotografías de los hijos de Carmela. El teatro de títeres donde Peter resultaba demasiado grande para las butacas, risas. Lübeck. El baño a la luz de la luna, desnudos los dos, el frío al salir del agua, la pareja que se detuvo a mirar, pudor, carcajadas. Travemünde. Y el Báltico con su playa de césped, donde él se negó a pasar porque cobraban la entrada a un lugar público. Recuerdos que no le dejaron recordar a qué iba a casa de Peter, cuando éste le abrió la puerta y la invitó a pasar, con una sonrisa. Su sonrisa, la que ella adoraba, la que dejaba ver los dientes de Peter mordiendo su labio inferior.

Hablaron del pasado, y del futuro. Peter le propuso visitar Holanda. Tenía que ir pronto, se encontrarían en Amsterdam y después irían a Hamburgo, aprovecharían para visitar a Heiner, le habían prometido hacerlo antes de que empezara el verano.

—Bonito viaje para una reconciliación. De acuerdo, podemos intentarlo en Amsterdam.

Hay amores que se mantienen de los réditos, de los intereses de un tiempo feliz que alimentan el deseo de recuperarlo. Es entonces cuando el amor no se vive: se padece, pensaba Blanca.

—Estoy enferma de ti —le dijo a Peter.

—Ojalá no te cures nunca —contestó él.