Era domingo y junio. Una tarde propicia a la melancolía. Blanca y Carmela intentaban terminar un encargo para una pareja de diplomáticos japoneses, un tapiz que las dos tejían juntas: el nacimiento de Amaterasu. Carmela pensaba en sus hijos, Blanca en Peter, que estaba en Holanda. Ambas se esforzaban en superar la desgana frente al telar. Ninguna lo conseguía. Se levantaban, iban a la cocina, regresaban, ponían música, se sentaban. Una escogía un color, la otra lo rechazaba. Tejían. Destejían. Sin conseguir la calma precisa para tejer, las hebras se enredaban, la paciencia necesaria para destejer, los hilos se rompían. El tedio.
La solución era una buena película que les diera el entusiasmo que les negaba la tarde. El cine. Irían al cine.
Varias salas, diferentes películas, decidir. Optaron por un drama. Por el rostro de la protagonista, por su expresión ausente, donde ambas se reconocían.
Cuando caminaban hacia las butacas, Blanca cambió súbitamente de dirección y se escondió detrás de Carmela. Le habló en voz baja, se tapó la boca con la mano y giró la cabeza. Aquel que acaba de sentarse es José, el que conocí en El Retiro, le dijo. Se mordió el nudillo del dedo índice, como siempre que estaba nerviosa. No había olvidado aquel encuentro. Iba solo. Blanca seguía mordiéndose el nudillo. No, no había olvidado aquel encuentro. Tienes en los ojos todos los ríos del mundo. Muchas veces, en la soledad de la cama, había pensado en él, en soledad, sobre todo. Las caricias. Sus dedos abriéndose camino en José. Los de él, en ella. Blanca le miraba. José. Es que soy el mar. No tenía que haber dejado aquella estúpida nota. ¿Qué pensaría de ella?