—Me gusta tu olor —dijo levantando la nariz hacia su cuello.
—¿A qué huele?
—A ti.
—Estaré en Amsterdam una semana —dijo esperando que Blanca propusiera una cita.
—Voy de paso para Hamburgo, me recogen en coche.
—Podría raptarte.
—No, no podrías.
José estaba desconcertado. Intuía que Blanca no quería hablar de lo que habían sentido juntos y no quiso preguntar. Por qué había huido después de hacer el amor de aquella manera, apasionada, excesiva, sin pudor, con la confianza que da el desconocimiento. Sintió con ella lo que antes nunca había sentido: la emoción de la primera vez, junto al temor de que fuera la última, placer y dolor tan ligados que no supo diferenciarlos. Ella no quería hablar, pero José estaba seguro de haber compartido con Blanca sus propias emociones, quizá no quería recordarlo. La sentía a la vez muy cerca de él y muy lejana.
—¡Mira, San Sebastián! El avión se ha inclinado para que veamos San Sebastián. Es la primera vez que la veo —gritó Blanca emocionada.
—Eres tan pequeña, me gustaría cuidarte —dijo José tocándole el pelo.
Blanca tomó la mano que la acariciaba, la retiró de su cabeza y la besó en la palma. Dio la espalda a José y miró por la ventanilla.
—Yo ya tengo quien me cuide —susurró.
José la tomó por los hombros y la volvió hacia sí. Se acercó a su boca. Blanca respondió al beso. Fue un vuelo de silencios, y de palabras necesarias. Callaron y se besaron.
Al tomar tierra, Blanca miró a José.
—Nos despediremos aquí.
—De acuerdo —José comprendió—. ¿Te veré en Madrid?
—Te llamaré cuando vuelva, dentro de tres o cuatro semanas.
Se besaron más. Se abrazaron más.
Peter la esperaba en el aeropuerto detrás del cristal. José había recogido su maleta y se marchaba mirando hacia Blanca. Ella levantó la mano para saludar a Peter al mismo tiempo que José pasaba por delante de él. Al otro lado del cristal, Peter le decía hola, José le decía adiós, al unísono, ignorando los dos la presencia del otro. Blanca sonreía a ambos agitando la mano.