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Blanca deseaba llegar a Hamburgo, volver a ver a Heiner, a Maren, a Curt, pero para ir a Alemania había que atravesar antes Holanda. Recorría Amsterdam sin mirar la ciudad, Blanca miraba a la gente. Temía encontrar a José.

—Parece como si estuvieras buscando a alguien —le dijo Peter ante un organillo, en el puente hacia la Estación Central.

—No es a ti —contestó Blanca—. Tú y yo estamos muy cerca, no necesito buscarte —se abrazó a él y le pidió a un turista que les hiciera una fotografía delante del organillo—. Podríamos estar siempre así —se apretó contra Peter y le sonrió—. ¿Ves qué cerca estamos?

—A unos ochenta centímetros —contestó, y se separó de ella una vez que les hubieron hecho la fotografía.

Blanca no entendía nada. Para qué le había pedido que fuera a Amsterdam, por qué esa lejanía. No se daba cuenta de que Peter tampoco entendía nada. Él la había esperado. Ella había llegado ausente.

—Me estás castigando, ¿verdad? Estás aquí, pero no estás. ¿Has venido a demostrarme algo? ¿Crees que no te conozco? Estás callada todo el día, buscando algo entre la gente, y cuando hablas pretendes decirme que estamos muy cerca. Curioso, ¿no?

—He venido para estar cerca de ti.

—Pues yo creo que no.

Un día de sol, en La Haya, Blanca intentó una reconciliación.

—Imaginemos que el viaje empieza aquí, hoy, ahora —le dijo regalándole una flor—. Toma, para que veas que no es todo tan feo en el mundo.

Peter cogió otra flor y se la entregó a Blanca.

—Para que veas que tampoco es tan bonito como dices tú.

Blanca le miró extrañada. Se acercó la flor a la nariz y vio un insecto en su interior. Nunca supo si Peter escogió la flor porque tenía un insecto dentro, o había un insecto en la flor que escogió. Nunca se lo preguntó.