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Algún día el dolor irá a buscarlo, y se reconocerá en él. Le dirá que la quiso, y que se lo habría dicho si Blanca se lo hubiera pedido. Le dirá que Holanda es muy pequeño. Que recorrió el país con un amigo. El amigo deseaba ver Amsterdam, La Haya, José tenía la esperanza de encontrar a Blanca. Holanda es un país muy pequeño. Y fue en La Haya, delante del Palacio de Congresos, un hombre se agachó a coger una flor, ante una mujer menuda, de melena castaña. Algún día le dirá que se detuvo para mirarla, y deseó ser aquel hombre. Blanca olía la flor. A ella le gusta tanto oler, olerme. José añoró aquella nariz en su cuello. No se acercó a saludar. Los miró entrar en el Palacio, ella caminaba detrás de él, arrastraba los pies.

Le contará que esa noche, en Amsterdam, acabó pagando los servicios de Jeanine, joven, menuda, de cabello castaño, perezosa en el escaparate, con ademanes lentos.

La obligó a que le oliera todo el cuerpo.

—A qué huele —le preguntaba—, dime a qué huele.

—Huele bien —contestaba Jeanine—, huele bien.

Era la primera vez que compraba una noche, se sintió defraudado, no encontró lo que buscaba.

—Puedes quedarte más tiempo —dijo Jeanine al amanecer, viendo que José se levantaba—. ¿Quieres que te huela otra vez?

José paseó por las calles de Amsterdam, deteniéndose en los canales. El agua le trajo el recuerdo de Blanca. El hombro de Blanca. El parque en Madrid. Le queda el triste recurso del recuerdo. El recuerdo de los ojos de Blanca, de los ríos en los ojos de Blanca, en Amsterdam.