—Faltan veinticinco minutos. Deberíais iros, no vaya a llegar ella antes que vosotros, no le gusta esperar.
Se acercó a Blanca, le tomó las manos. La ternura.
—¡Estoy solo! —exclamó, dejando escapar una lágrima. Una.
Blanca no supo de dónde había sacado esas palabras en español.
—Todavía nos hubiera dado tiempo de ir a Madrid —le dijo a Peter.
Durante los dos últimos años su obsesión fue reunir dinero suficiente para comprar un coche. Descargando camiones en el Mercado Central, y pagando su chantaje, no podía ahorrar mucho, aun así lo intentaba, lo conseguía, quería llevar a Ulrike a España.
—Su enfermedad le permitía viajar, y quería despedirse de ti. ¡Maldita nieve! —añadió, mirando por la ventana—. ¡Maldita!
Todos sintieron su congoja, y se apenaron por él.
Nevaba. La casa de Ulrike daba a un pequeño bosque. Las ardillas se distinguían sobre el blanco, juguetonas. Los árboles estaban cubiertos por completo, la nieve se había adherido incluso a los troncos, como el azúcar a un pastel.
—¡Maldita sea! —repitió Heiner, pensando que le habían robado el tiempo que le quedaba con Ulrike, culpando a la nieve. Creyendo que la muerte rondaba la esquina esperando a otro, que no pasó por allí, o tardó en pasar, y se llevó a Ulrike por llevarse a alguien.