El ex marido de Ulrike acudió al cementerio. Sus hijos le estrecharon la mano. No le dieron un abrazo. No le dieron un beso. Se levantaron del banco donde esperaban a su madre y no dieron un paso, alargaron el brazo y saludaron a su padre desde lejos, mirándole a la cara, luego bajaron la cabeza, retiraron la mano y volvieron a sentarse. Llevaba un gran ramo de flores.
La llegada de Ulrike puso en pie a los presentes, un murmullo, como de roce de prendas de invierno, disimulaba el silencio. Maren se acercó a Curt, Blanca buscó el brazo de Peter.
Cuatro porteadores vestidos de negro —negras chaquetas de terciopelo fruncidas en forma de capa, tricornios negros ribeteados de negro, cuellos blancos al estilo holandés— depositaron la caja en una especie de andas con ruedas ocultas por faldones negros. Situados cada uno en una esquina del féretro, lo empujaban con suavidad, lentamente. Conducían a Ulrike hacia su tumba por un paseo arbolado.
Recorrieron el cementerio de nuevo, esta vez detrás de Ulrike. Peter lloraba, Blanca se apretaba a él, aferrada a su brazo. Delante de ellos, Maren y Curt, cada uno con un pequeño ramo de flores silvestres que Maren había comprado la víspera. Amigos y familiares caminaban a distancia detrás de los cuatro, una distancia calculada por respeto al dolor. Nevaba. Heiner se quedó en el jardín de Ulrike apartando la nieve de los rosales.
El cortejo avanzó por el paseo bordeado de pinos. Lloraban los de delante. Los de atrás hablaban en voz baja, el marido de Ulrike caminaba entre ellos mirando a sus hijos desde lejos.
La tierra sacada de la tierra había sido depositada en un lateral de la sepultura y cubierta por un manto verde, en la parte delantera habían amontonado una pequeña loma, cantidad suficiente para que todos los deudos pudieran arrojar un poco sobre el ataúd. Introdujeron la caja en la fosa con un sistema mecánico. El maestro de ceremonias ofreció a Peter una pala ancha de jardinería, diminuta, de mango corto, él la rechazó, se agachó, tomó un puñado del montículo con sus manos y lo repartió en las de Maren y Curt, su sobrino la dejó caer sobre el féretro y depositó su ramo a los pies de la tumba. Maren hizo volar las flores hacia su madre, se llevó el puño cerrado al pecho, lo apretó contra sí, y se guardó la tierra en el bolsillo. Los tres se apartaron llorando.
Blanca aceptó la pala. De pie, ante la tumba de Ulrike, mientras escuchaba el sonido del ataúd golpeado por la tierra que ella vertía, evocó las palabras subrayadas en el libro de Staden: «Prisionero. En el corazón de la tribu».