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Heiner no dormía, se abandonaba a un duermevela doloroso, incómodo. La imaginaba tendida y sola en su último día sobre la tierra, cuando la vio entrar. Ulrike abrió la puerta lentamente y se acercó a su cama, se inclinó sobre él mirándole a los ojos y le arropó como a un niño, después se marchó. Él sabe que no dormía. Sabe que Ulrike vino a darle la mirada, y a recoger la suya, la que buscaba cuando estaba en el suelo, después de la caída, la que él no pudo entregarle. Y entonces supo Heiner, al verla marcharse, que ya había podido morir, morir del todo.