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Ulrike se esforzaba en no morir, y Heiner la ayudaba. Cada vez eran más frecuentes las noches que pasaban juntos en la casita del jardín.

—Quédate conmigo esta noche —le pedía Ulrike.

Y Heiner se quedaba. Le hacía un hueco en su hombro y ella se acurrucaba en él.

—Dame la mano —le decía. Y la apretaba, y sentía que Heiner la ataba a la vida un poco más—. Dame la mano y no me la sueltes si me duermo.

Él esperaba a que ella durmiera, para vigilar su sueño, atento a su respiración, como una madre junto a la cuna de su bebé, y se incorporaba si no la oía respirar. Respira. Y él respiraba en lo profundo.

Dormían juntos, pero no hacían el amor. Habían dejado de hacerlo. Ulrike se arrepentía de no haber aprovechado más la vida con Heiner. Haberlo disfrutado más, haberle querido mejor, haber estado más tiempo con él, haberle acariciado más, besado más, más, más. Cuando ya no es posible pensar en el futuro, se reflexiona sobre el pasado. Y sólo queda el presente. Pero el presente es tan corto que no da tiempo a mejorarlo.

—Me encuentro fea.

Ulrike había adelgazado hasta consumirse, los brazos, los muslos, fláccidos; había perdido el pelo, todo el pelo, incluido el vello, y se avergonzaba de su pubis. Se sentía un desperdicio.

—No estás fea, pareces una niña.

—Pero ya no te gusto. Te irás con otra.

Nunca hasta entonces había mostrado celos. Ahora Ulrike se angustiaba, se perdía y le perdía. Ella supo desde el comienzo de su enfermedad que él la sobreviviría. Era Heiner quien la abandonaba. Sentía el abandono del que se va, no por irse, sino porque el otro permanece. Le perdía porque él se quedaba. La pasión de esa pérdida impidió que se aplacara la locura del amor que empieza.

—Que parezcas una niña no quiere decir que tengas que serlo.

—Hazme el amor —le suplicó llevándole la mano a su pubis imberbe.

Heiner no lo deseaba. Él sólo quería cuidarla, protegerla, acompañarla, mimarla. Hacía muchos meses que no hacían el amor, ninguno de los dos lo deseaba.

Ulrike necesitaba recuperar su sensualidad, aunque sólo fuera por un momento, provocar la de Heiner, saber que la mujer que había en ella no se había marchado del todo. Insistió en su ruego.

Heiner no supo por dónde abordar su delgadez. La besó en los labios.

—No estás fea, mi amor —pero no pudo decirle que estuviera hermosa—. Ulrike. Ulrike.

La besó en sus ojeras profundas. Le acarició la cabeza brillante.

—No estás fea, mi amor. Mi pequeña. Ulrike. Ulrike.

Y ella recibía su propio nombre, se empapaba de él, y sonreía. Heiner la miraba sonreír, temiendo no poder responder a la necesidad de Ulrike. Se colocó con cuidado sobre ella. No hacerle daño. Le tomó las manos y le abrió los brazos. Extendido en su cuerpo delgado la besaba esperando que el deseo llegara. No hacerle daño. Apoyado en la almohada con las manos, para no descargar su peso sobre la fragilidad que Ulrike le ofrecía, se acercaba y se alejaba de ella acariciándole el pecho con el suyo, rozando levemente sus costillas marcadas bajo la piel, sus caderas afiladas. No hacerle daño. La besaba, estimulando su sexo contra el sexo desprotegido y quieto. Ulrike le miraba, incapaz, esperando de él que venciera su parálisis. Y el deseo no llegaba.