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—Déjame —le dijo viendo sus esfuerzos.

—No, mi amor, no.

La siguió besando. Le acarició el oído con los labios.

—Te quiero —le susurró—. Ulrike. Te quiero.

Intentó evocar un tiempo menos cruel. El encuentro gozoso de los cuerpos que había sido. El tacto tierno, buscados los besos, la piel recorrida, febriles los labios. El movimiento. Las manos de Ulrike abriendo su deseo, sus dedos escondiéndose en rincones que él no conocía para el amor, descubriéndole; el juego, su lengua entre los dedos de los pies, subiendo por su muslo, acechando su sexo, mintiéndole, rodeándolo, alejándose, excitándole ante la posibilidad de un regreso.

Qué quieta está Ulrike ahora.

Heiner continuó afanoso, jadeante. La búsqueda. La ansiedad creó la desolación. Sus cuerpos se negaban. Ausencia absoluta de placer. Heiner insistió hasta desmoronarse.

Ninguno de los dos supo qué decir. Heiner se levantó de la cama. Rendido. Agotado. Recorrió la casita una y otra vez, a grandes zancadas. Desnudo. Ulrike se escondió bajo las sábanas, se tapó la cabeza pelada. Ambos se replegaron hacia su interior, invadidos de lástima del otro y de vergüenza de sí.

Es tiempo para el recuerdo. Para Heiner.