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Es tiempo para Travemünde, el último viaje que hizo con Ulrike. Ella sostenía en las manos una raíz que acababa de coger, le mostró a Heiner su forma de hombre con los brazos extendidos hacia lo alto.

—Mira este hombrecillo, tan bonito.

—Tan feo.

—No es feo, depende de cómo lo mires.

—De este lado es horroroso —rió Heiner.

—Es que no sabes mirar —protestó Ulrike orgullosa de su hallazgo.

Los dos observaban el Báltico. Alemania del Este, tan cerca y tan lejos.

—Algún día iré a Dresden —dijo Ulrike con añoranza—, a ver mi casa, y la casa de mis abuelos.

Le cuenta a Heiner su huida de la ciudad en guerra.

La madre de Peter empujaba un carro con todo lo que pudo cargar. Ulrike agarrada al carro le daba la mano a su primo. Peter tenía seis años y ella uno más. Su tía era una mujer valiente. Había resistido con fuerza los bombardeos, la marcha de su marido al frente, la espera, la muerte de sus suegros y sus cuñados en un ataque aéreo, y la noticia de que su marido no volvería jamás. Decidió marcharse de Dresden cuando ya no tenía a quien esperar. Huir, de la ciudad donde se había casado, donde nació su hijo, donde su sobrina se había quedado sola. Trasladarse a Hamburgo, a casa de sus padres, con Peter y Ulrike, arrancarlos de allí, facilitarles el olvido, intentar que la niña no recordara nunca cómo consiguió salir viva de aquella casa.

Los caminos estaban repletos de fugitivos del horror, de la desolación, de la pérdida. La gente huía de las grandes ciudades, las más castigadas. Ulrike y su primo, su hermano desde entonces, seguían a su madre a través de un país que se deshacía en pedazos.

Poco a poco el carro se fue vaciando. Una manta a cambio de una barra de pan; un cuadro por un queso; una bandeja de plata por comida caliente para los tres; la cubertería por dormir bajo techo en una granja. El camino fue largo. Cuando el carro estuvo vacío, la madre lo canjeó por tres billetes de tren. Un tren abarrotado de gente que huía hacia el norte y contemplaba a la que huía hacia el sur. La ansiedad por llegar a Hamburgo. Prioridad para los trenes militares. El tren en el que viajaban detenido en mitad de la noche. La noche. La oscuridad. El miedo. Los silbidos de las bombas que se acercan desde lo alto. La amenaza. Los niños tapándose los oídos. El resplandor. El abrazo de la madre. La explosión. El tren alcanzado en el vagón de cola. Los gritos. El pánico. Los alaridos. El desconcierto. Los niños y la madre en el penúltimo vagón. Cuestión de unos metros. La distancia suficiente para sobrevivir. La llegada a la aldea donde asistieron a un desfile macabro: los prisioneros judíos desalojados de un campo de concentración.

Ulrike recuerda la mano de su tía apretando la suya. La mirada de Peter. El espanto.

Estaban en el porche tomando café. Heiner miraba la raíz, jugueteaba con ella entre las manos; se la mostró a Maren, a Curt, a Blanca, a Peter. El hombrecillo con los brazos en alto.

—Era de Ulrike. Lo encontró en Travemünde —les dijo.

—Parece que ha perdido algo y suplica que se lo devuelvan —replicó Blanca.

Sus palabras quedaron sin respuesta, todos miraron a Blanca, observaron la raíz, y después miraron al aire.