Berlín era distinto a como Blanca lo recordaba, la ciudad que había recorrido con Peter, solos, hace ya demasiado tiempo. Caminar y encontrar el límite. Volver la espalda. Caminar. Y volver a encontrar el límite. Junto a él descubrió el muro que la rodeaba. Los pasos que no pudo dar. Las calles interrumpidas. Las aceras dirigidas hacia el hormigón. Los raíles de los tranvías atravesando la vertical del Muro que los hacía inútiles. Una isla sin mar. Los parques le parecían ahora más verdes. El aire más luminoso. La Ku-damm, abreviatura de esa avenida de nombre impronunciable, más amplia, más larga, más llamativos sus escaparates cúbicos de cristal en mitad de la acera.
Heiner les mostró «El diente hueco», « Der hohle Zahn», el antiguo campanario quemado de la iglesia Memorial del Emperador Guillermo —conservada su ruina en recuerdo de la guerra, para la paz— constreñido entre la nueva iglesia y su campanario, diseñados por el arquitecto Egon Eiermann de Karlsruhe. Heiner disfrutaba dando todo tipo de detalles, veinte mil vitrales procedentes de Chartres se utilizaron para su construcción en el año 1961; «La polvera y el lápiz de labios», « Puderdose und Lippenstift», los apodaron los berlineses con su característico sentido del humor, por la forma de prisma, achatado el de la iglesia y vertical el del campanario. Heiner hablaba despacio, para que Peter tuviera tiempo de traducir a Blanca. Blanca asistía con interés a su discurso, sintiendo que su atención aumentaba el candoroso orgullo de Heiner. Todos le miraban hablar, oyendo lo que ya sabían, porque, en los labios de Heiner, la palabra superaba la información, la transcendía, y era su entusiasmo lo que escuchaban. Ich bin ein Berliner, gritó en la plaza de John F. Kennedy, emulando al presidente, Yo soy un berlinés, como en 1963 hiciera Kennedy al final de su discurso.