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Carmela tenía dispuesta la urdimbre en el telar de bajo lizo. Se disponía a empezar una orla para el tapiz de Amaterasu que había tejido con Blanca. Deseaba terminarlo antes de que su hermana regresara de Alemania. Contemplaba a la diosa del sol, aprisionada aún en la trama. Poco faltaba para su liberación. Cuando la orla estuviera acabada desataría los hilos que unían el tapiz al bastidor. Intentaba tejer. Escoger los colores de las sedas para enhebrar la lanzadera.

Sentada ante su telar, con los ojos fijos en la urdimbre, miraba los hilos en paralelo sin verlos siquiera. Veía a Casilda.

Llovía. Carmela había ido a recoger a sus hijos a la parada del autobús, nadie podía prohibirle que los viera en la calle. Los niños la convencieron de que subiera a merendar con ellos. No supo negarse. Volvió a entrar en la que había sido su casa. Volvió a ver los cuadros que ella había colgado en las paredes. Las plantas que había regado. Los muebles que compró con Carlos justo el mes anterior a la boda. Al ver sus cosas, se dio cuenta de que las echaba de menos. Todo estaba en su lugar, y lejos, todo le señalaba su propia ausencia. Ya era de noche. Ya les había contado a los niños una vez más la historia de Amaterasu, nacida del ojo izquierdo de su padre, destinada a reinar en el País de la Llanura Celestial. Ya había enumerado los poderes de sus gemas, los atributos de su espejo. Mario le había pedido que repitiera las travesuras del hermano de Amaterasu, Susanoo, dios de la tormenta. Carlota quiso volver a escuchar la muerte de una de las doncellas tejedoras, atravesada por una lanzadera en el Cuarto de los Tejidos.

—Os lo cuento otra vez y después me voy, ¿vale?

Carmela tenía que marcharse antes de que su marido llegara, Casilda lloraba, no quería que se fuera.

—Acompáñame abajo, así paseas al perro, nos despedimos en la calle y estamos juntas un ratito más —le dijo.

La niña se puso su impermeable amarillo. Caminaron juntas por la acera, se besaron, se separaron. La madre continuó sola, unos pocos pasos, miró hacia atrás.

Carmela veía a Casilda, tapada con la capucha, agarrando la correa del perro con una mano y diciéndole adiós con la otra. Lloraba.

—Anda, sube ya a casa, se va a poner malo el perrito si se moja —dijo la madre desde lejos—, yo esperaré aquí hasta que entres en el portal.

Casilda se dio la vuelta, tiró de la correa con ambas manos e hizo girar al perro, un cócker negro de orejas largas, caminaba tras él casi a rastras volviendo la cabeza hacia su madre. La capucha del impermeable amarillo le tapaba la mitad de la cara.

No veía su telar, no veía siquiera la habitación donde estaba, Carmela veía a Casilda bajo la lluvia, apartándose los rizos mojados de la frente con su pequeña mano, diminuta.

La urdimbre era blanca. Los hilos que escogiera Carmela para la lanzadera la atravesarían de color.

Sonó el teléfono.

Escuchaba, sin llegar a creerlo, la voz de Carlos. Los niños la echaban de menos. Él estaba demasiado ocupado y pasaba poco tiempo con ellos. Consideraba que era mejor que estuvieran con su madre. Podría llevárselos a vivir con ella cuando tuviera una casa. Carmela comenzó a saltar.