Ulises os esperaba sentado en la última mesa del restaurante. Se levantó cuando os vio entrar y no dejó de observar a Matilde. Ella iba detrás de ti, advirtió la mirada de Ulises y mantuvo la suya en tu espalda. Cuando llegasteis a la mesa se encontraron los ojos de ambos, y fuiste tú quien sintió miedo. Te negaste a reconocerlo, pero tu miedo aumentó —ahora lo sabes—, cuando Ulises retiró la silla donde Matilde debía sentarse. Se inclinó hacia ella, le habló en voz baja:
—Tenía ganas de verla.
Lo oíste, lo oíste bien, a pesar de que las palabras de Ulises eran casi un susurro. Matilde no contestó, dejó que la ayudara a acercarse a la mesa y colocó su servilleta sobre las piernas, antes de que vosotros os hubierais sentado. Ese pequeño movimiento, demasiado rápido, te desveló que se esforzaba en controlar sus nervios.
—Usted y yo tenemos un tema pendiente —Ulises se dirigía a Matilde.
Y contestaste tú, sin mucha curiosidad, convencido de que era una forma de iniciar la charla:
—¿Ah, sí?
Matilde te miró a ti, y Ulises a ella.
—Dejamos a medias una conversación, Matilde.
Entonces te diste cuenta: a ti te llamaba Noguera, a ella la llamaba por su nombre. Matilde.
—He leído la Odisea—le dijo tu mujer a Ulises.
—¿Ah, sí? —volviste a decir, esta vez sorprendido, desconcertado.
Había leído la Odiseay no te lo había dicho. ¿Por qué? ¿Por qué la había leído? ¿Por qué no te lo había dicho? ¿Seguro que la había leído? Matilde carecía de iniciativa para la lectura, sólo leía lo que tú le recomendabas. Sentiste de pronto un desplazamiento, una leve molestia. Y ahora, al recordarlo, reconoces el orgullo en el tono de su voz: