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—He leído la Odisea.

Y escuchas orgullo también en la voz de Ulises cuando se dirigió a ella, sólo a ella, después de que tú dijeras «¿Ah, sí?»:

—Bien. Bien. Ahora podrá decirme si el texto refuerza su teoría sobre el miedo de Penélope al futuro.

Tú ignorabas por completo que Matilde tuviera una teoría, que fuera capaz de tenerla. Tu asombro aumentó con su respuesta:

—Sí —dijo mirando alternativamente al plato, a la servilleta, a Ulises, a ti—. Penélope coquetea con los pretendientes, les da esperanzas, no los acepta, pero tampoco los rechaza. Ella teme, no sólo que Odiseo no regrese sino también escoger entre uno de los pretendientes, por eso retrasa la elección y espera a Odiseo. Casi veinte años son demasiados para esperar por amor, ella espera porque teme al futuro.

Sí, Matilde la había leído, por eso llamaba Odiseo a Ulises. Tú no entendías nada, ella veía la sorpresa en tu rostro y exponía deprisa su argumento, sin respirar. Tuvo que callar para tomar aliento. Encendió un cigarrillo.

—Claro, y la espera mantiene el presente —reflexionó Ulises en voz alta.

Matilde tomó seguridad, Ulises le había prestado atención, había entendido lo que ella quería decir. Siguió hablando ante tus ojos atónitos. Matilde locuaz. La mirabas sin escuchar y, sin embargo, recuerdas perfectamente sus palabras:

—Exacto, la espera mantiene el presente. Por eso teje y desteje, y no un tapiz como yo creía, sino un sudario, una mortaja para Laertes, padre de Odiseo, que no quiere morir hasta que su hijo regrese. Penélope entretiene la vida y la muerte.

—¡Magnífico! —exclamó Ulises—, entretiene la vida y la muerte —Ulises se volvió hacia ti, por primera vez en aquella conversación—. Entretiene también la muerte, hasta que Odiseo no vuelva su padre no puede morir. ¡Magnífico! ¿Qué le parece, Noguera? —te preguntó.

Recuerdas la tímida sonrisa de Matilde, que te miraba expectante, su expresión al escuchar tu respuesta:

—Me parece que tengo una mujercita muy bonita, y muy lista.

La parálisis fijó la sonrisa en los labios de Matilde, demasiado tiempo, hasta que encontró el disimulo exacto para dejar de sonreír.

Perdiste. Ella te amaba. Ahí comenzaste a perderla.

Matilde no se había avergonzado nunca de su ignorancia. Y en aquella ocasión, se abochornó de lo que sabía, poco, pero más de lo que se esperaba de ella, de lo que tú esperabas de ella. Enrojeció.

Derivaste la conversación hacia otro terreno, sin atender a la perplejidad de Matilde. Tú habías llegado a la cita cargado de tu propio entusiasmo, habías tenido una idea. Y te urgía contársela a Ulises.

—Tengo una idea que le dará a la película un tono absolutamente original —dijiste, y zanjaste así cualquier intento de volver a los miedos de Penélope.

Desde aquel momento Matilde evitó mirar a Ulises, y Ulises evitó mirarla. Un pacto que no te incluía a ti. Desde aquel momento no se dirigieron la palabra, ambos te escucharon desde una intimidad recién descubierta, desde un silencio cómplice que no te incluía a ti. No te diste cuenta de que fue un acuerdo —ahora lo sabes—, de posponer su conversación. Matilde te observaba. Ulises también.

—Estoy impaciente por escuchar su idea —te dijo él, sin ninguna impaciencia.

Y tú no dejaste de hablar. Habías tenido una idea. Una idea sublime. Insólita. Tu idea. Y comenzaste a contársela a Ulises, orgulloso y feliz, pletórico.

—La Odiseaen Irlanda —contestaste, buscando la sorpresa en su rostro.

—¿ La Odisea... en Irlanda?

Lo habías conseguido, sorprenderle. Ulises dejó en el plato el tenedor que había comenzado a llevarse a la boca y se inclinó hacia ti para escucharte más de cerca.

—¿Cómo que la Odiseaen Irlanda?

Tú comenzaste a explicarle las dificultades de encontrar las referencias homéricas en el Ulisesde Joyce. La película haría esa búsqueda.

—Tanto la Odiseacomo el Ulisesson una relación de capítulos inconexos que cuentan una historia. Nosotros haremos la fusión de los dos textos basándonos en lo que Joyce quiso que tuvieran en común.

—¿Está seguro de lo que dice? —replicó Ulises, incrédulo.

Continuaste explicando tu idea mientras Matilde te observaba. Sorprendida de tu entusiasmo, de tu vitalidad, de tu transformación. Y comenzó a juzgarte, y cuando lo hizo, aún te amaba.

Ella te había visto por la mañana, en el apartamento recién estrenado, trabajando en tu estudio. Permaneciste de pie, frente a la ventana, con las manos juntas delante de la boca, los dedos tamborileando unos contra otros, los ojos entornados, demasiado tiempo para estar sólo mirando. Y después, te había visto sentado ante tu mesa de trabajo, rodeado de libros y cuadernos abiertos, subrayados, anotados. Te había visto, un cigarrillo en la mano izquierda y la pluma en la derecha, y observó cómo te los llevabas alternativamente a los labios mirando al aire, demasiado tiempo para estar sólo pensando.