Cuando te vio relatar tu idea con aquel entusiasmo febril, excesivamente ingenuo para resultar convincente, supo que por la mañana te encontrabas perdido. Supo que no eras capaz de pensar, que esperabas. Habías tenido una idea. Qué hacer con ella. La idea que tú creías genial planteaba problemas. Esperabas que las soluciones te encontraran, como te había encontrado la idea, sin buscarla. Esperabas recursos ingeniosos que sorprendieran a Ulises. Epatar al productor. Esperabas.
Después de cenar, Ulises volvió a invitaros a su casa a tomar una copa.
—Estoy cansada —dijo Matilde antes de que aceptaras la invitación.
—¡Vamos! —replicó Ulises.
Ella te miró a los ojos, y tú no quisiste ver su súplica.
—¡Vamos! —repitió el productor—, será sólo un momento, aún no hemos acabado de hablar.
—Ah, sí. Por supuesto que no hemos acabado. Le revelaré a Ulises la relación entre Calipso y Molly Bloom.
Mientras le colocabas a Matilde su capa sobre los hombros, señalaste a Ulises con el dedo y guiñaste un ojo.
—Gibraltar-susurraste, como quien anticipa la clave de un secreto.
—Ya lo ve, Matilde. No podemos perdérnoslo. Nos espera una gran revelación. Gibraltar. Molly Bloom. Calipso —Ulises declamó los nombres, histriónico.
—Pero yo estoy cansada. Podrían ir los dos. Yo tomaré un taxi.
Te extrañaba la reticencia de Matilde. Te sorprendió que antes hubiera olvidado su discreción y ahora casi faltara a las normas de cortesía permitiendo que Ulises insistiera.
—De ninguna manera —le dijo él cogiéndole las manos; tú aún tenías las tuyas sobre sus hombros—, jamás la dejaría irse sola.
Ulises la miraba, le hablaba, por primera vez desde que la llamaste bonita y lista. Matilde te daba la espalda, por eso no viste que le miraba también. Sentía la presión de tus manos, la caricia en las manos de él.
—¡Vamos! —dijiste tú.
—¡Vamos! —le rogó Ulises.
Ella se desprendió de sus manos y de las tuyas, y contestó:
—Vamos.
De nuevo un coche de dos plazas para ellos, y un taxi para ti. Esta vez le pediste al taxista que corriera.
Y ahora te preguntas, como entonces, cuando seguías al deportivo rojo que llevaba a Ulises y a tu mujer, de qué hablarían. Veías sus cabezas desde lejos con claridad, hasta que un semáforo obligó a parar al taxista. Los perdiste, y te pareció que cuando se alejaban habían comenzado a charlar. Tu inquietud se convirtió en impaciencia al verlos desaparecer:
—Por favor, dese prisa. ¿No ve que vamos a perder a ese coche? —gritaste.
—Oiga, que no estamos en el cine. ¿No ve que está rojo?
Nunca había tardado tanto un semáforo en cambiar de color.