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Estela era una mujer acostumbrada a acompañar a su marido, importante en los círculos importantes, y había sabido nutrirse como consorte de la importancia de él. Te impresionó su desenvoltura. Sabía manejar el barniz cultural con el que se adornaba, hacerlo brillar en el momento adecuado, demostrando que tonta, lo que se entiende por tonta, no era. Dominadora de situaciones, conseguía sin dificultad atraer la atención. Hábil sabiduría, centro del centro.

Intuitiva y perspicaz, a Estela no le pasó desapercibido tu interés por ella. Os sentaron juntos a la mesa; Matilde frente a ti, a su lado, Estanislao y presidiendo, Ulises.

La conversación partió de los orígenes brasileños de Estanislao y derivó hacia la cultura portuguesa. Estela se inclinaba mimosa sobre tu hombro mientras hablaba del sebastianismo de Fernando Pessoa. Sus conocimientos eran lo suficientemente amplios como para que no se notara que recordaba todo lo que sabía. Matilde la escuchaba en silencio y al oírla, le vino a la memoria aquella definición que oísteis juntos: La cultura es lo que queda después de haberlo olvidado todo.

La actitud seductora de Estela te asombró por su elegancia descarada, por la sutil complicidad que intentaba crear. Te miraba a los ojos con tanta ternura que tuviste que desviar la mirada, para no caer en su mimo con demasiada obviedad. Ocupado en ella, halagado por sus lisonjas, no advertiste que Estanislao Valle intentaba tocarle las piernas a Matilde por debajo de la mesa.

Estanislao practicó el arte de la seducción revestida del encanto de lo secreto —al contrario que su pareja, que actuaba sin ocultarse—. El director pasaba su brazo por el hombro de Matilde mientras acercaba su pierna a la de ella con notable intencionalidad y complacencia. Tú no te diste cuenta, pero Ulises miraba a Estanislao con recelo, y observaba la reacción de Matilde, su rigidez, su desconcierto.

—El sebastianismo de Pessoa es una idea demasiado romántica para una persona como él, ¿no le parece, Estanislao? —dijo Ulises para ayudar a Matilde.

El director retiró su brazo del hombro de tu esposa y deslizó con disimulo la mano bajo la mesa. Matilde se ruborizó de inmediato.

—La vuelta del rey don Sebastián es una metáfora —contestó Estanislao manteniendo la mano en la rodilla de Matilde—. Para Pessoa, es el regreso de la gloria a Portugal. La profecía de Bandarra se cumpliría con el advenimiento del Quinto Imperio.

—¿Cómo se encuentra, Matilde? —Ulises miraba a Estanislao cuando le hizo a tu mujer esa pregunta—. La noto un poco inquieta.

La mirada de Ulises hizo que la mano de Estanislao regresara a la mesa. Estela advirtió el movimiento, fijó sus ojos en los de su marido y dejó de coquetear contigo.

—¿Y a usted, querida, qué le parece el sebastianismo de Pessoa? —Estela se dirigía a Matilde, y ella sintió la pregunta como una agresión.

Tú viste que Matilde cogía aliento. Había asistido contigo, no hacía demasiado tiempo, a unas jornadas sobre poesía portuguesa. Allí, en uno de esos cenáculos de la cultura a los que acostumbrabas a llevarla, se habló del sebastianismo, y rogaste a los cielos que ella recordara algo.

—No conozco bien a Pessoa. Pero me gusta mucho la historia del rey don Sebastián. Me gusta el nombre de la batalla donde le matan, Qazalquivir.

—Alcazarquivir —le corregiste tú, y quisiste continuar por ella—. Estoy de acuerdo en que la metáfora de.

Matilde te interrumpió, recuperó la palabra manteniendo la mirada de Estela.

—Eso, Alcazarquivir. Las murallas de Alcazarquivir. Es un nombre precioso. Me gusta el nombre, da para crear la historia. Un rey al que nadie ha visto morir —Matilde había engolado su entonación, favoreciendo el contraste con la voz chillona de su oponente, y lanzaba su impostura contra Estela como quien lanza una piedra. Encendió un cigarrillo—. Un rey que muere tan joven; eso el pueblo no puede aceptarlo y crea el mito del regreso. El rey desaparece, para luego volver no se sabe cuándo.

Matilde elocuente. Respiraste aliviado.

Y ahora, al evocar la grandilocuencia de Matilde, ves la mirada ciega que te dirigió desde el espejo cuando se arreglaba para acudir a la cena; no se maquillaba el rostro, se pintaba la máscara para acompañarte a la representación.

La charla continuó con Matilde, no como mero figurante, en aquella ocasión tenía un papel, y tú la escuchaste con orgullo soltar su parlamento. Ignorabas entonces lo que descubres en este insomnio: que se burlaba de ti, de Estanislao y de Estela.

En cambio Ulises desentrañó la farsa íntima de Matilde desde que comenzó su verborrea, y respetó su actuación. Asistió en silencio a la comedia y tomó la réplica cuando ella dio por concluida la escena.

—Tomaremos el café en el salón —dijo.

Los ojos de Matilde se encontraron con los suyos, y ambos descubrieron en el otro la tristeza. Pero tú no lo viste.

No lo viste. No te extrañó que Estanislao buscara sentarse al lado de Matilde para tomar café. Ni advertiste el recelo de Estela, el especial cuidado en imponer su presencia y la forma en que llamaba a tu esposa: «querida», repitiendo la palabra detrás de cada frase, quitándole su sentido, cargándola de indiferencia.