—Que le diga qué.
—Mi nombre.
—¿Su nombre?
—Sí, mi nombre.
—Ulises.
Él sintió que las eses de Ulises resbalaban en la boca de Matilde, que acariciaban su lengua jugosa y tierna. Y Matilde volvió a decirlo.
—Ulises —ella supo el efecto que había provocado, lo repitió despacio, para arrepentirse enseguida y añadir—: ¿Por qué cree que me ha descubierto?
Entonces fue cuando Ulises pisó el acelerador del deportivo y escapó de Estanislao que le seguía de cerca. Matilde se volvió hacia el automóvil donde viajabas tú:
—Vamos a perderlos.
—No importa, Estanislao sabe llegar al cortijo. A él no le gusta correr, ganaremos más de media hora. Quiero enseñarle mi secreto.
La velocidad a la que puso el vehículo exigía la concentración de Ulises. Condujo sin dirigirse a Matilde, ajeno a los signos evidentes del pánico de su acompañante; su espalda apretada contra el respaldo, la cabeza inclinada hacia atrás, el cuello rígido, las manos aferradas al cinturón de seguridad, los ojos fijos en el cuentakilómetros.