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—Cierre la ventanilla, Matilde. Podría golpearle una rama.

—Conduce demasiado deprisa —se atrevió por fin a decir ella.

—Normalmente voy a pie por este camino —replicó Ulises—, otro día lo haremos a pie, pero hoy no tenemos tiempo.

—Va a destrozar su coche.

—No se preocupe por el coche.

—¿Dónde me lleva? ¿No podríamos esperar a los demás?

—Tampoco se preocupe por los demás. No tema, regresaremos antes de que ellos lleguen.

—Pero ¿dónde me lleva?

—No tenga miedo, Matilde. No debe tener nunca miedo.

No era miedo lo que le rondaba a Matilde. Era algo que ella no sabía descifrar. Un cosquilleo efervescente. Una agitación extraña. Un impulso de huir y una voluntad de permanecer junto a Ulises. Una emoción eléctrica. Una rara ansiedad. El deseo de sentir, y de no hacerlo.

El camino acababa en una gran explanada rodeada de rocas al borde del mar. Ulises detuvo el automóvil y volvió a mirar el reloj. Siete minutos. Y otros siete para volver. Tenemos el tiempo justo.

—Quítese los zapatos —dijo mientras él se apresuraba a quitarse los suyos.

Matilde obedeció. Se liberó primero del cinturón que la ataba al respaldo. Abrió la portezuela buscando comodidad para desabrocharse las sandalias, tres tiras abrazaban los empeines de sus pies. Ulises ya se había descalzado, dio la vuelta al automóvil. La observaba, de pie frente a ella inclinada. Las manos de Matilde liberaban uno a uno los pequeños botoncillos de sus ojales. Sus pies desnudos se mostraron a los ojos de Ulises sin que ella lo viera.

—Vamos —le dijo tendiéndole una mano, sin dejar de mirarle los pies; ella los puso en el suelo, pero hubiera deseado ocultarlos.

Matilde aceptó la ayuda que le tendían para levantarse. Ulises tomó su mano, pero no la soltó cuando ella estuvo en pie. Comenzó a correr hacia las rocas con una alegría infantil. Arrastró a Matilde tras de sí, un chiquillo seguido de una chiquilla.