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Y como un niño que muestra a otro su tesoro escondido, sin ocultar su excitación, Ulises buscó una linterna en una hendidura de la roca, la encendió, dirigió el haz de luz hacia un rincón de la cueva que el sol no alcanzaba, y alumbró una caja metálica del tamaño de una maleta.

—Mi secreto —exclamó.

El metal devolvió un reflejo anaranjado. El brillo de la maleta en la oscuridad sorprendió a Matilde:

—¡Vaya!, y ¿qué hay dentro? —dijo corriendo hacia ella.

—Ábrala.

—¿Yo?

—Sí, usted.

Una colección de fotografías borrosas en color sepia, y daguerrotipos de diferentes tamaños, se amontonaba a la izquierda del interior de la caja. En el centro, varios cuadernos, apilados uno sobre otro. A la derecha, en desorden, un montón de libros. Matilde intentaba ver todo a un mismo tiempo, sin atreverse a tocar.

—Pero ¿qué es todo esto?

—Mi secreto —Ulises se agachó junto a ella, emocionado por compartir una emoción—. Mire —iluminó una de las fotografías—, cójala —Matilde la cogió—. Mi abuelo era fotógrafo, se ganaba la vida, como muchos, cubriendo actos sociales, bodas, comuniones, ya sabe. Estas son las fotografías malogradas, las que le hubiera gustado hacer bien y le salieron mal. Él encerró aquí sus frustraciones, no se las enseñó a nadie, excepto a su hijo —Ulises tomó un cuaderno y se lo mostró a Matilde—. Mi padre era abogado, un hombre de letras, los cuadernos los escribió él, novelas, malas novelas que escondió junto a las fotos mediocres de su padre.

Matilde leyó la primera página del cuaderno que Ulises sostenía en la mano, una sola palabra, escrita a plumilla en caligrafía gótica: Hiel.

Hiel.

Hiel, su tercera novela —Ulises la colocó sobre las otras, con cuidado, como si temiera romperla.

—¿Y los libros? —Matilde se lanzó a coger el que tenía más cerca.

—Mi frustración: los libros que nunca he podido leer. Los que me avergüenza no haber leído.

—¿Y por qué le avergüenza?

—Quizá porque no la conocía a usted.

Matilde buscó entre los libros, y encontró lo que buscaba: Ulises, de James Joyce. Sonrió, y volvió a dejarlo en la caja.

Ulises descubrió su sonrisa. Y sus labios, en la penumbra, se abrieron para él.