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Después de comer os reuníais en el porche. Un pequeño descanso antes de que Estanislao y tú regresarais al trabajo. El final de la sobremesa lo marcaba Estela. Siempre de la misma forma: besaba a su marido en la mejilla, parpadeaba coqueta para ti, dirigía a Ulises una sonrisa, y le hablaba a Matilde:

—¿Qué le parece que hagamos hoy, querida?

En su manera de preguntar llevaba implícita su determinación de que el grupo no se deshiciera también por las tardes. Le dejaba escoger a Matilde, y se incluía en sus planes. Matilde proponía la actividad vespertina según su apetencia, un paseo por el campo, una visita a Punta Algorba, unas partidas de juegos de mesa, o escuchar algún disco en el gabinete de música, que era la mejor forma de mantener la boca cerrada, la propia, y también la de Estela.

Ulises y Matilde aprendieron pronto a disfrutar de las tardes con Estela, a gozar de su presencia impuesta. Supieron aprovechar la ventaja de su incómoda compañía: sentirse juntos sin verse abocados al deseo de estarlo más. Descubrieron para el otro un lenguaje de signos secretos, un código que elaboraron sin darse cuenta, y que entendieron desde un principio sin haberse revelado las claves. Y sin saber cómo, comenzaron a tutearse sin que Estela se incluyera en el tratamiento de tuteo.

—Mueve usted, querida.

—Ten cuidado, Matilde, la dama está en peligro.

—Va a perder, querida.

—La dama siempre está en peligro. Alguien me dijo una vez que éste es el juego de la elegancia. Sabré perder con elegancia, pero a lo mejor es que no me importa que la dama se pierda.