Hay que ver la gente qué necesidad tiene de que yo la perdone, Prudencia. Y yo, la verdad, no lo entiendo. ¿Lo entiendes tú? Lo de mi prima todavía, porque la pobre no está muy bien de la cabeza, pero al representante lo tenía yo como hombre sensato. Ya me extrañó que viniera solo, sin mi suegra. Digo yo que cómo le gustan los claveles a este hombre, pero aléjalos un poco, Prudencia, tantos me marean. Me dio pena cuando se arrodilló y se puso a llorar. Casi no se le veía la carita entre las flores. ¿Es ésta la única solución, es éste el valor?, tendría que haber sido yo, me dijo. Y yo no tenía fuerzas ni para mirarle. Me dio pena cuando me abrazó pidiéndome perdón, y me daba palmaditas en la cara para que yo abriera los ojos. Y también me dio pena cuando sentí que se alejaba llorando. Yo no le pude decir nada. ¿Sabes, Prudencia?: este sueño que tengo se parece mucho al abandono. Me gusta dejarme llevar. Ya nada tiene importancia, ni el llanto del representante ni los lamentos de mi suegra cuando entró detrás de él con mi marido y mi prima. ¿Qué te he hecho? ¿Qué te hemos hecho? Lo mismo le preguntaba a su marido en el entierro, ¿te acuerdas?, ni entonces entendí las preguntas ni las entiendo ahora. Nadie me ha hecho nada. Has sido tú, Prudencia, que no querías irte sola. Siempre he estado contigo, ahora también.