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– Arregla con el ayudante de producción -oye decir. Sale. No sabe si ha tendido otra vez su mano, pero se la lleva a la boca y siente gusto a pólvora. La vieja secretaria lo despide con una sonrisa. "¡Que viejo está!", piensa.

El ómnibus lo dejo cerca de Santa Mónica. El palacete de John Wayne ocupaba una manzana, tenía dos plantas y estaba rodeado de jardines. Observados a distancia, eran como manchones verdes en los que se mezclaban flores rojas y pinos y fuentes de agua. Marlowe paso de largo. Aunque nadie la custodiaba, la mansión tenia algo de infranqueable.

Por fin, el detective se decidió. Volvió sobre sus pasos y cruzó los jardines. Caminaba lentamente, levantando la vista hacia las ventanas del piso alto. Nada indicaba que la casa estuviera habitada. Llego a la puerta principal e hizo sonar la campanilla.

Esperó algunos segundos y repitió el llamado, pero nadie respondió. Dio un rodeo a la mansión. El sol débil del invierno se ocultaba y un viento fresco cruzaba por el jardín. Marlowe lo sintió en el pecho. Se preguntó si este sería el mismo lugar al que quince años antes habían llegado el gordo Oliver Hardy a pedir trabajo. Pensó (mientras en sus labios se dibujaba apenas una sonrisa) que él estaba ahora en la misma situación que aquel gordo: sin un dólar y con los huesos cansados de tanto andar. De pronto, tuvo necesidad de entrar en esa casa, de recorrer los pasillos. Llego al contrafrente. Dos ventanales estaban entreabiertos. Desde el interior surgían voces y extraños sonidos. Se pregunto si habría una fiesta. Probo el picaporte de una de las puertas y abrió. Era un pasillo oscuro por el que avanzo casi a tientas. Por fin entró a una habitación cubierta de sombras. Tomo por otro pasillo hasta una escalera. Las voces eran más intensas y algunos destellos de luz llegaban desde la planta alta. Comenzó a subir. Una voz grave y pausada lo detuvo.

– ¿Adónde cree que va?

Un cincuentón cuadrado y macizo se coloco frente a él. Estaba vestido de cowboy. Las ropas eran flamantes y despedían brillo. En el pecho el grandullón tenía colocada una estrella de sheriff. En la mano derecha sostenía un revolver.

– Un raterito, ¿eh? -gruño el sheriff.

– Soy Philip Marlowe, detective privado. Busco al señor Wayne.

– Al senor Wayne -repitió el otro-. ¿Sabe lo que hacemos aquí con los intrusos?

– Sí. Les dan un papel de villanos en una película.

– ¿Cómo adivino? En las películas del Oeste los villanos siempre salen castigados. A veces ni se pagan su ataúd. Empiece a subir, compañero.

Marlowe avanzó por la escalera. Detrás, el cowboy parecía un oso sosteniendo un revolver. Entraron en una habitación donde media docena de vaqueros tomaban whisky y Coca Cola. Un par de ellos se dio vuelta para mirar a los recién llegados, pero no les prestaron atención. El cazador empujó su presa hacia un extremo del salón. Marlowe reconoció a John Wayne que conversaba con dos rubias. Nunca creyó que pudiera ser tan alto. Estaba de pie y sostenía un vaso de whisky en una mano.

– Lo encontré husmeando abajo, señor. Un raterito, si me permite que lo juzgue por su aspecto. Iba a darle una paliza, pero me dijo que era detective privado y que quería hablar con usted.

– ¿Cómo se llama? -pregunto Wayne, sin mover un músculo, ni dar demasiada importancia al asunto.

– Philip Marlowe. Si ese oso deja de apuntarme podría mostrarle mi credencial.

– Guarda la pistola, Johnson -el hombre obedeció-. Hable, amigo. Estoy trabajando y tengo poco tiempo.

El detective no supo que decir. Era absurdo recordar aquel episodio de quince años atrás, cuando el hombre gordo, uno de los más grandes cómicos del cine, se plantó frente al cowboy para pedirle un papel en una película. Wayne se lo había dado.

– Quisiera un papel en una película -dijo Marlowe.

Wayne lo miro, incrédulo. Sacudió su cabeza, de la que colgaba un sombrero tejano.

– Usted es un bromista inoportuno o un idiota. Nadie pide un papel en una película de esta manera. Entra en mi casa sin que lo inviten, por la puerta de atrás, dice que es un detective y termina pidiendo un trabajo. Creo que usted busca una paliza.

– ¡Eso, jefe! ¡Una paliza! -gritó Johnson, mientras tiraba un derechazo que dio en una oreja del detective. Marlowe tambaleo, pero alcanzo a mantenerse de pie.

Wayne soltó una carcajada. Dio un paso al frente y con la pierna derecha aplico una patada en la barriga del detective. Este cayó hacia atrás. Johnson le dio con la culata del revolver en el cuello. El detective lanzó un par de gemidos, se ahogo y cayo de costado.

Un hilo de sangre le corría desde la oreja golpeada. Tenia el rostro morado. Intento levantarse. Abrió una mano delante de la cara como pidiendo que no lo castigaran más. Un hombre que estaba a su lado le volcó una botella de Coca Cola en la cara. Marlowe escuchaba a la distancia la música de un circo remoto y se vio cercado por las fieras. Se sentía como un espectador imbecil que por error entra a la jaula y es atacado por los leones.

– ¡Usted es una mierda! -grito y sintió un gusto amargo en la garganta. Wayne se acerco y tiro una patada que destrozó la nariz del detective. Todo dio vueltas en su cabeza. Se sintió impotente; no tenía ganas ni fuerzas para defenderse. Sentía que tragaba sangre y paladeaba un sabor dulce.

– ¡Corten! -gritó alguien. Las poderosas luces se apagaron y varios hombres corrieron hacia el detective que sangraba en el piso. Tenia las ropas destrozadas.

– Fue una gran toma -dijo satisfecho el director, que sostenía un enorme cigarro en la boca y vestía camisa a cuadros negros y rojos-. Un gran realismo, señor Wayne. Tal vez podamos utilizar la escena en algún filme.

– Tírenlo -murmuro Wayne, mientras daba vueltas el cuerpo de Marlowe con su bota negra-. Hay que seguir trabajando.

– Parece que se cayó de la estatua de la Libertad -dijo una voz a su lado.

El detective giro la cabeza y encontró la pequeña figura de Laurel. Reconoció el rostro cruzado por las arrugas, los ojos pequeños que parecían estar lagrimeando siempre.

– Acertó, amigo. Pero no lo lamente. Siempre estoy cayendo y ya me acostumbre. ¿Cuántos huesos rotos tengo?

– Los de la nariz, pero ya los han puesto en su lugar. La oreja derecha no le servirá para escuchar a Mozart, si es demasiado exigente. Lo demás se curará pronto.

– ¿Puedo irme a mi casa?

– Tal vez mañana lo dejen salir. Los del hospital hicieron la denuncia a la policía. ¿Qué les dirá?

– Que me agarro una bicicleta.

Marlowe despertó en un hospital. Parpadeo y sus ojos percibieron el blanco inmaculado de las paredes, de las sábanas, de los médicos y de las enfermeras. Se tocó la cara. Estaba forrada. Solo la boca y los ojos asomaban entre las vendas.

Amanece con un cielo muy rojo, como de fuego, aunque el viento es fresco y húmedo y el horizonte una bruma gris. Los dos hombres han salido a cubierta y son dos caras iguales las que miran hacia la costa, oculta tras la niebla. Los ojos de Stan tienen el color de la bruma; los de Ollie, el de la ceniza. La brisa salada les salpica los rostros con gotas transparentes. Stan pasa su lengua por los labios y siente, quizá por última vez en este viaje, el gusto salado del mar.

Tiene los ojos celestes, pequeños y rasgados, las orejas abiertas, el pelo lacio y revuelto. Toda la amargura del mundo mira, desde esa cara, la costa inglesa.

El gordo está prolijamente peinado, el pelo ralo apretado por la gomina. La brisa le hace entrecerrar los ojos. Una arruga le cae entre las cejas, otras dos a los costados de la nariz y la boca es un arco fláccido sobre el mentón quebrado.

Stan coloca una mano sobre sus ojos para evitar el fulgor del sol que se levanta en el horizonte. Esta costa (la misma que dejo hace cuarenta años) es otra para él. El flaco ha movido levemente la cabeza y le ha parecido percibir, en el gesto del gordo Ollie, una mueca parecida a una sonrisa.

– Ya salen los pescadores -ha dicho el gordo.

A lo lejos centenares de botes dejan la costa en dirección al barco. Solo Laurel y Hardy permanecen en cubierta. Ambos han levantado las solapas de sus sacos, aunque no hace demasiado frió.

– Habrá que tomar un tren hasta Lancashire -dice el flaco sin mirar a su compañero, y agrega-: Los trenes tienen que ver con el principio y con el final.

Por primera vez, Ollie se ha dado vuelta para mirarlo. Luego baja la vista. "Los trenes tienen algo que ver con el principio y con el final", piensa.

Es cierto. También los barcos y la distancia. Uno siempre va a morir lejos de los mejores lugares. Por vergüenza tal vez, como los elefantes. El siempre tuvo algo de elefante. No solo físicamente. Los elefantes son codiciados en su mejor momento, cuando sus colmillos son frescos y deslumbrantes. La gente solo busca eso, los colmillos. Si atrapa a un elefante enseguida se los corta y toda la grandeza del animal desaparece. Queda apenas el cuerpo pesado, dolorido; tan dolorido está el animal que cualquiera puede matarlo.

– Me siento como un elefante -ha dicho Ollie. Stan lo mira y luego dirige sus ojos a la distancia, donde los botes avanzan agitados por el mar-. ¿Tu padre sabe que llegas? -pregunta Ollie.

– Le mandé un telegrama. Habrá función en el pueblo. El todavía trabaja en el teatro del condado. Debe tener ochenta años. Ya no me acuerdo de su cara.

Cuarenta años fuera de Inglaterra. Nunca extraño demasiado. Sin embargo, Stan siente esta madrugada un suave estremecimiento cuando piensa que verá a su padre, que subirá otra vez a un escenario inglés como en aquellos tiempos de la troupe de Karno. Su padre lo hizo actor y esperó de él algo que nunca podría conseguir en su pueblo. ¿Lo había logrado?

Stan siente que un peso le oprime el pecho. Dos viejos van a encontrarse. Ambos son iguales ahora. Ollie mira a Stan. El flaco tiene los ojos nublados y siente un poco de frió. El sol se levanta cada vez más. Las estrellas, que aún brillan, son las mismas de aquella noche de 1912 cuando abandonó Inglaterra. El flaco siente ahora lo mismo que entonces. Es necesario apostar otra vez por la vida; pero no sabe si alguien se atreverá a aceptar su apuesta.

Stan enciende un cigarrillo. Tiene que darse vuelta, dar la espalda al viento para que el fósforo no se apague.

A lo lejos comienzan a sonar las campanas de la iglesia del pueblo. Ollie reconoce antes que Stan el ritmo de los tañidos, la música que tantas veces oyeron en sus películas.

Se han mirado sin hablar. Stan se cubre la cara con las manos. Arroja el cigarrillo al mar. Ollie le da la espalda. El barco ha entrado en puerto y el ancla cae con un ruido sordo. El gordo se aleja tras la gente que desciende.