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«¡Insh.Alah…!» Dos motoristas pasaron haciendo sonar su sirena, y casi al instante, en la parte alta de la avenida, las gentes comenzaron a gritar y aplaudir.

Ausente de cuanto no fuera su misión, el targuí introdujo la mano en el bolso de cuero y buscó la culata de su arma.

Nuevos motoristas, ahora en pelotón, hicieron su aparición en la curva y diez metros más atrás avanzó, muy despacio, un gran coche negro, cerrado, que ocultaba casi por completo a otro descubierto en cuya parte trasera un hombre saludaba alzando los brazos.

Los policías contenían a la multitud que vociferaba y aplaudía, y desde las ventanas de los edificios mujeres y niños arrojaban flores y papelillos de colores.

Apretó con fuerza el arma y esperó.

El reloj de la estación dejó escapar dos campanadas como si le invitara una vez más a olvidarlo todo, pero su eco se perdió entre el aullar de las sirenas, los gritos y los aplausos.

El targuí sintió deseos de llorar, los ojos se le nublaron, maldijo en voz alta al «gri-gri» de la muerte, y el policía que abría los brazos ante él se volvió a mirarle, sorprendido por una frase cuyo significado no había comprendido.

El pelotón de motocicletas cruzó acallándolo todo con el estruendo de sus máquinas, llegó luego el gran auto negro, y en ese instante, Gacel arrojó a un lado el gran bolso de cuero, apartó de un brusco empujón al policía y dio un salto colocándose, en dos zancadas, a tres metros del coche descubierto con el revólver amartillado y listo para disparar.

El hombre que respondía a los vítores y aclamaciones con los brazos en alto le descubrió casi al instante, el terror se dibujó en su rostro y adelantó las manos abriendo las palmas para protegerse mientras dejaba escapar un grito de espanto.

Gacel disparó por tres veces, comprendió que la segunda bala le había atravesado el corazón, le miró a la cara para comprobar por su expresión que lo había matado, y fue como si un rayo divino le fulminara, paralizándole de asombro.

Sonó una ráfaga de metralleta, y Gacel Sayah, «inmouchar» más conocido por el sobrenombre de «el Cazador», cayó de espaldas, muerto, con el cuerpo destrozado y el desconcierto pintado en el rostro.

El auto aceleró su marcha bruscamente, y las sirenas aullaron abriendo paso a la búsqueda de un hospital, en un vano intento por salvar la vida al Presidente Abdul-el-Kebir en el glorioso día de su triunfal regreso al poder.

Fin del volumen IV y de la obra

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