Permaneció hundido en sus recuerdos, permitiendo que el sudor comenzara a escurrir por todo su cuerpo a medida que un calor de horno se iba apoderando del campamento, a la espera de que su ordenanza llegara con una bandeja y el pringoso y repugnante «cuscus» de todos los días que consumió sin hambre, acompañado de cortos sorbos de una agua tibia, turbia y levemente salobre, a la que aún no había conseguido acostumbrarse, y que le seguía produciendo diarrea pese a los años transcurridos.
Luego, cuando el sol caía a plomo, vertical, tan agobiante que ni las moscas alzaban el vuelo, atravesó despacio el solitario, palmeral y buscó refugio nuevamente en su barraca, dejando ahora puertas y ventanas completamente abiertas en un intento de aprovechar el menor soplo de aire.
Era aquella la hora de la «gaila», la siesta sagrada en el desierto pues durante las cuatro horas de calor más intenso los hombres — y aun las bestias debían mantenerse quietos a la sombra, si no querían correr el peligro de deshidratarse o caer fulminados por una insolación.
Los soldados dormían ya en sus barracones, y tan sólo un centinela se mantenía en pie, protegido por un sombrajo, luchando con todas sus fuerzas — a menudo inútilmente por mantener los ojos entrecerrados lo justo para no dormirse por completo, y lo suficiente como para que la reverberación del sol en las blancas dunas no acabara por dejarle momentáneamente ciego.
Una hora después se hubiera podido creer que el Puesto Militar de Adoras estaba muerto. El termómetro, a la sombra, pues al sol probablemente hubiera acabado por estallar, se aproximaba peligrosamente a la raya de los cincuenta grados centígrados y los pe nachos de las palmeras se mantenían tan inmóviles por la falta de viento, que se llegaría a pensar que no eran reales, sino que estaban únicamente pintados en el cielo.
Con la boca abierta y, los rostros cubiertos de sudor, desmadejados y rotos como muñecos sin vida, los hombres roncaban, aplastados por el bochorno, incapaces siquiera de espantarse las moscas que llegaban incluso a posárseles en la lengua, en busca de una leve humedad. Alguien soñó brevemente en voz alta, en lo que fue casi un lamento, y un cabo se despertó de un salto con los ojos dilatados de espanto, pues durante unos segundos angustiosos temió que se asfixiaba, ya que el aire no llegaba a sus pulmones.
Un negro esquelético, insomne en su rincón, le observó fijamente hasta que se tranquilizó de nuevo y cerró a su vez los ojos, pero se mantuvo despierto, pues su mente bullía inquieta desde el momento mismo en que el sargento mayor le confesara en secreto que dentro de cuatro días emprenderían la loca aventura de adentrarse en la más inhóspita de las tierras, a la búsqueda de una caravana perdida.
Probablemente jamás regresarían con vida, pero eso era mejor que continuar paleando arena día tras día, hasta el momento en que llegara el turno de que palearan arena sobre su propio cuerpo.
En su barraca, el capitán Kalebel-Fasi roncaba también suavemente, soñando tal vez con la perdida caravana y sus riquezas, y tan profundo era su sueño que no se percató de que una alta sombra se recortaba un instante en el vano de la puerta para deslizarse luego, sin un susurro, hasta el catre, dejar a su lado, apoyado en la pared un viejo y pesado fusil recuerdo de la época en que los «senussi» se rebelaron contra franceses e italianos, y extraer una larga y afilada gumía cuya punta apoyó muy despacio, bajo su barbilla.
Gacel Sayah tomó asiento en el borde del jergón y presionó levemente el arma mientras su mano se apoyaba con fuerza en la boca del durmiente.
La diestra del capitán se lanzó automáticamente hacia el revólver que dejaba siempre en el suelo, junto a la cabecera, pero el targuí lo apartó suavemente con el pie al tiempo que se inclinaba aún más sobre él.
Susurró roncamente:
— Un grito y te degüello. ¿Has entendido?
Aguardó a que los ojos el otro le confirmaran que sí, que había entendido, y luego muy despacio le permitió tomar aire sin aflojar en nada la presión de la gumía. Un hilillo de sangre comenzó a correr por el cuello del aterrorizado capitán, y pronto fue a mezclarse con el sudor que empapaba su pecho.
— ¿Sabes quién soy?
Asintió con un gesto.
— ¿Por qué mataste a mi huésped?
Tragó saliva. Al fin, con un esfuerzo y apenas sin voz, musitó:
— Eran órdenes. Ordenes muy estrictas. El joven debía morir. El otro no.
— ¿Por qué?
— No lo sé.
La punta de la gumía se clavó con más fuerza.
— ¿Por qué? — insistió el targuí. — No lo sé, te lo juro — casi sollozó—. Me dan una orden y tengo que obedecer. No puedo negarme.
— ¿Quién te dio esa orden?
— El gobernador de la provincia.
— ¿Cómo se llama?
— Hassán-ben-Koufra.
— ¿Dónde vive?
— En El-Akab.
— ¿Y el otro… El anciano? ¿Dónde está?
— ¿Cómo quieres que lo sepa? Se lo llevaron, eso es todo.
— ¿Por qué?
El capitán Kaleb-el-Fasi no respondió. Tal vez comprendió que ya había dicho demasiado; tal vez se cansó del juego; tal vez, en verdad, no sabía la respuesta exacta. Desesperadamente buscó una forma de librarse del intruso en cuyos ojos leía una profunda firmeza, y se preguntó qué diablos estarían haciendo sus hombres, que no acudían en su ayuda.
El targuí se impacientó. Clavó más profundamente la gumía, y con la mano izquierda le atenazó el cuello, ahogando un grito de dolor que pugnaba por escapar.
— ¿Quién es ese anciano? — insistió—. ¿Por qué se lo llevaron?
— Es Abdul-el-Kebir.
Lo dijo en el tono de quien lo ha explicado todo, pero comprendió que el nombre no significaba nada para el intruso, que permaneció a la expectativa, aguardando una aclaración:
— ¿No sabes quién es Abdul-el-Kebir?
— Nunca oí hablar de él.
— Es un asesino. Un sucio asesino, y estás arriesgando la vida por él.
— Era mi huésped.
— Por eso no deja de ser un asesino.
— Ni por ser asesino deja de ser mi huésped. Sólo yo tenía derecho a juzgar.
Hizo un gesto con la muñeca y le cortó la yugular de un solo tajo.
Contempló su corta agonía, se limpió las manos en la sucia sábana, recogió el revólver y el fusil, y se aproximó a la puerta desde la que atisbó hacia fuera.
El centinela continuaba tan dormido como cuando llegó y ni un soplo de viento ni un hálito de vida agitaba el palmeral. Se deslizó, de tronco en tronco, hasta alcanzar las dunas por las que trepó ágilmente.
Cinco minutos después, había desaparecido como tragado por la arena.
Caía la tarde cuando el asistente del capitán descubrió el cadáver.
Sus gritos, casi histéricos, se desparramaron por el oasis, e hicieron que los hombres arrojaran al suelo sus palas y acudieran corriendo para amontonarse en la pequeña barraca, de la que el sargento mayor tuvo que expulsarlos a empujones.
Cuando se quedó al fin solo ante el cadáver y el charco de sangre cubierto de moscas, tomó asiento en un taburete y maldijo su suerte. El hijo de perra que había hecho aquello podía haber esperado cuatro días.
No sentía pena alguna; ni el menor asomo de compasión por aquel otro hijo de perra, el más hijo de perra de todos, que yacía tendido frente a él, pese a que hubieran compartido tantos años de vida en el infierno y fuera el único con el que habla mantenido alguna conversación medianamente coherente en ese tiempo. Sabía a ciencia cierta que el capitán Kaleb-el-Fasi merecía la muerte, cualquier tipo de muerte y en cualquier lugar del mundo, pero no deseaba que fuera allí y precisamente en aquellas fechas.