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Era hermoso el «acheb» libre y salvaje; incapaz de nacer en tierra cultivada, ni junto al pozo, ni bajo la mano cuidadosa del campesino que lo regaba día a día, como el espíritu del pueblo de los tuareg, el único capaz de permanecer, siglo tras siglo, pegado a unos arenales y un pedregal al que el resto de los humanos había renunciado desde siempre.

El agua empapó su cabello y desprendió de su cuerpo mugre de meses y aun de años. Se frotó con las uñas, y buscó una piedra plana y porosa con la que se restregó el cuerpo viendo cómo iban quedando en su piel marcas más claras a medida que la costra de tierra, sudor y polvo se iba desprendiendo y el agua corría azul, casi añil, hacia sus pies, pues el grosero tinte de sus ropas había ido impregnando con el tiempo cada centímetro de su cuerpo.

Dos largas horas permaneció bajo la lluvia, feliz y tiritando, luchando consigo mismo por no volver grupas y regresar a casa, a aprovechar el agua, plantar cebada, esperar la cosecha y disfrutar junto a los suyos de aquel don maravilloso que Alá había querido enviarle quizá como un aviso de que debía quedarse allí, en lo que era su mundo, y olvidar una afrenta que ni todo el agua de aquella inmensa nube podría lavar.

Pero Gacel era un targuí; quizá, por desgracia, el último de los auténticos tuareg de la llanura, y tenía por ello plena conciencia de que jamás olvidaría que un hombre indefenso había sido asesinado bajo su techo, y otro, su huésped, le había sido arrebatado por la fuerza.

Por eso, cuando la nube se alejó hacia el Sur y el sol de la tarde secó su cuerpo y sus ropas, se vistió de nuevo, ensilló su montura, y reemprendió el camino dando por primera vez la espalda al agua y a la lluvia; a la vida y a la esperanza; a algo que tan sólo una semana atrás, sólo dos días, hubiera colmado de gozo su corazón y el de los suyos.

Al anochecer buscó una duna pequeña y cavó un hueco apartando la arena húmeda aún, para arrebujarse a dormir casi cubierto por la arena seca, pues sabía que, tras la lluvia, el amanecer traería el frío a la llanura y el viento transformaría en escarcha helada las gotas de agua que aún se mantenían sobre las piedras y los matojos.

más de cincuenta grados de diferencia podían existir en el desierto entre la máxima temperatura del mediodía y la mínima en la hora que precedía al alba, y Gacel sabía por experiencia que aquel frío traidor lograba meterse en los huesos del viajero inconsciente, lo enfermaba y hacía luego que durante días las articulaciones de su cuerpo permanecieran como anquilosadas y doloridas, negándose a responder con presteza al mandato de la mente.

Tres cazadores habían aparecido congelados en los pedregales de las estribaciones del Huaila y Gacel recordaba aún sus cadáveres, apretujados los unos contra los otros, fundidos por la muerte en aquel frío invierno en que la tuberculosis se llevó también a su pequeño Bisrha. Parecían sonreír y luego, el sol secó sus cuerpos, deshidratándolos y proporcionando un macabro aspecto a sus pieles apergaminadas y sus dientes brillantes.

Dura tierra aquella en la que un hombre podía morir de calor o de frío en el término de unas horas, y en la que una camella buscaba agua inútilmente durante días, para perecer ahogada de improviso una mañana.

Dura tierra y, sin embargo, Gacel no concebía la existencia en ningún otro lugar, ni hubiera cambiado su sed, su calor y su frío en la planicie sin fronteras por las comodidades de cualquier otro mundo limitado y sin horizontes, y cada día, durante cada una de sus oraciones, cara al Este, a La Meca, daba gracias a Alá por permitirle vivir donde vivía y pertenecer a la bendita raza de los hombres del velo, la lanza o la espada.

Se durmió necesitando a Laila, y al despertar el duro cuerpo de mujer que apretaba en sus sueños se había convertido en suave arena que se escurría entre sus dedos.

Lloraba el viento en la hora del cazador.

Contempló las estrellas que le dijeron cuánto faltaba aún para que la luz las borrara del firmamento, llamó a la noche y le respondió el suave barritar de su mehari que ramoneaba los húmedos matojos. Lo ensilló, reemprendió la marcha y a media tarde distinguió en la distancia cinco manchas oscuras que destacaban en la planicie pedregosa, el campamento de Mubarrak-ben-Sad, el «imohag» del «Pueblo de la Lanza» que había conducido a los soldados hasta su «jaima».

Rezó sus oraciones y se sentó luego sobre una lisa roca, a contemplar el ocaso, inmerso en sus negros pensamientos, pues comprendía que aquélla había de ser la última noche en que pudiera dormir en paz en esta vida.

Con el amanecer tendría que abrir al fin la tapa a la «elgebira» de las guerras, las venganzas y los odios, y nunca, jamás, nadie, podía llegar a saber cuán profunda y cuán repleta se encontraba de muertes y violencia.

Trató de comprender, también, los motivos que empujaron a Mubarrak a romper con la más sagrada tradición targuí, y no encontró ninguno. Era un guía del desierto; un buen guía, sin duda alguna, pero un guía targuí tenía la obligación de emplearse únicamente para conducir caravanas, rastrear caza, o acompañar a los franceses en sus extrañas expediciones en busca de recuerdos de los antepasados. Nunca, bajo ningún concepto, tenía un targuí derecho a penetrar sin permiso en el territorio de otro «imohag», y menos aún conduciendo a extranjeros incapaces de respetar las viejas tradiciones…

Cuando ese amanecer Mubarrak-ben-Sad abrió los ojos, un escalofrío le recorrió la espalda, el terror que desde días atrás le asaltaba en sueños le asaltó ahora despierto, e instintivamente volvió el rostro hacia la entrada de su «sheriba», temiendo encontrar al fin lo que en verdad temía.

Allí, en pie, a treinta metros de distancia, asido a la empuñadura de su larga «takuba» clavada en tierra, Gacel Sayah, noble «inmouchar» del Kel-Talgimus, le aguardaba decidido a pedirle cuentas de sus actos.

Tomó a su vez su espada, y avanzó muy despacio, erguido y digno, para detenerse a cinco pasos de distancia.

— «Metulem, metulem» — saludó empleando la expresión predilecta de los tuareg.

No obtuvo respuesta y en realidad tampoco la esperaba.

Esperaba sí, la pregunta:

— ¿Por qué lo hiciste?

— Me obligó el capitán del Puesto Militar de Adoras.

— Nadie puede obligar a un targuí a hacer aquello que no desea…

— Hace tres años que trabajo para ellos. No podía negarme. Soy guía oficial del Gobierno.

— Juraste, como yo, no trabajar jamás para los franceses…

— Los franceses se fueron… Ahora somos un país libre…

Por segunda vez en pocos días dos personas distintas le decían lo mismo, y cayó de improviso en la cuenta de que ni el oficial ni los soldados vestían el odiado uniforme colonial.

Ninguno era europeo, ni hablaba con el fuerte acento con que solían hacerlo, y en sus vehículos no ondeaba la sempiterna bandera tricolor.

— Los franceses respetaron siempre nuestras tradiciones… — murmuró al fin como para sí—. ¿Por qué no se respetan ahora, si además somos libres?

Mubarrak se encogió de hombros.

— Los tiempos cambian… — dijo.

— No para mí — fue la respuesta—.

Cuando el desierto se convierta en oasis, el agua corra libremente por las «sekias» y la lluvia descargue sobre nuestras cabezas tantas veces como la necesitemos, cambiarán las costumbres de los tuareg. Nunca antes.

Mubarrak conservó la calma al inquirir:

— ¿Quiere decir eso que vienes a matarme?

— A eso he venido.

Mubarrak asintió en silencio, comprensivo, y lanzó luego una larga mirada a su alrededor; a la tierra aún húmeda y a los diminutos brotes de «acheb» que pugnaban por asomar entre las rocas y los guijarros.