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7.

Subí a la habitación con mi vaso de leche tibia. Ernesto no estaba ahí. Salí a buscarlo por el pasillo. La puerta del cuarto de Lali estaba entreabierta y me acerqué. Espié sin entrar. Ernesto lloraba sentado en el piso, junto a la cama de Lali. La acariciaba. Había tantas cosas por hacer y él se tomaba sus tiempos para sensiblerías. No se llora sobre la leche derramada. Se trae un trapo y se limpia. Y acá, la única que había empezado a hacer un poco de limpieza era yo. Pero para limpiar como se debe, necesitaba que Ernesto, de una vez por todas, me contara lo que había pasado. Y por el momento parecía más interesado en llorar velando el sueño de su hijita del alma. ¡La consiente tanto! Lo que pasa es que Ernesto todavía se siente en falta con ella. Y eso que pasaron diecisiete años. Ernesto no estaba decidido a casarse, decía que era demasiado pronto. "¿Pronto?", dijo mamá. Hacía tres años que salíamos, desde los diecinueve. "Lo tenés que apurar; nena, si no, no se va a decidir nunca." Y yo lo apuré. No me costó nada. Quedé enseguida. Se lo dije no bien me hice el análisis. Y él dudó, no de mí, dudó de tener el hijo. Nunca lo hablamos, pero yo sé que dudó. Ernesto estaba mudo, no decía una palabra. Yo no quería que se le cayera el ánimo, así que no paraba de hablarle. Le conté que había soñado que el bebé tenía sus mismos ojos. Le dije que ya tenía los nombres, Laura si era nena y Ernesto si era varón. Le conté lo feliz que se había puesto mamá cuando le dije que iba a ser abuela. Ernesto seguía sin decir una palabra. "Ernesto, ¿vos no estarás pensando en que me lo saque, no?" Fueron palabras mágicas, Ernesto se puso a llorar como un chico. Decía: "Perdóname, perdóname". Y sin dejarlo decir más, le agarré la mano, se la puse sobre mi panza y dije: "Bebé, te presento a tu papa".

Me hubiera quedado esperándolo despierta. Quería que Ernesto me contara todo de una vez por todas. Pero eran las cuatro de la mañana y Ernesto no aparecía. Podía haber ido a buscarlo y decirle: "Ernesto, ¿por qué no te dejas de joder y te venís a acostar de una vez por todas?". Pero no quise forzarlo, había tenido un día muy duro. No era cuestión de seguir echando leña al fuego. A mí también me hacía falta descansar. Me tomé la leche, me metí en la cama y me dormí.

El despertador me levantó a las seis y media. Ernesto no estaba a mi lado. No era lo habitual, él nunca se levantaba antes de las siete. Su lado estaba intacto. Me dio escalofríos imaginármelo dormido, acurrucado, sobre la alfombra del cuarto de Lali. Fui a ver, pero ya no estaba ahí. Se estaba duchando. Me apuré, tenía que lavar su auto antes de que saliera. Lo dejé impecable a una velocidad asombrosa. Soy buena para esas cosas. Cuando entré en la cocina, Ernesto ya estaba ahí. Preparaba café. "Hola, querido", le dije. "Hola", me contestó y se sirvió café. Me senté frente a él y le sonreí. Quería que se sintiera a gusto, que viera que su mujer era un bálsamo capaz de curarle cualquier herida. "¿Alguna novedad?", dije sin dejar de sonreír y como para darle ese empujoncito que Ernesto siempre necesita. No me contestó. Me costó mantener mi sonrisa, se puso tensa, como una mueca. ¡Cuando Ernesto se cierra en sí mismo me irrita tanto! Tomó su café. El diario estaba doblado al lado de su taza, pero no lo abrió. "Mala señal, ya empieza a hacer burradas", pensé. Ernesto nunca sale de casa sin leer el diario. Y el punto número uno del decálogo del asesino perfecto es ser fiel a sus rutinas diarias. Si no, es como estar llamando a la policía. "Eh, chicos, miren, acá estoy yo, con la vista perdida, la cara desencajada, el café chorreado porque no le emboco a la boca, ¿no les parece que debo estar metido en algo extraño?" "Ernesto, ¿ya leíste el pronóstico del tiempo para este fin de semana?", le dije mientras le abría el diario y casi se lo ponía en las manos. Ernesto fingió que leía. "Dios mío", pensé, "¡qué difícil va a ser esto!". "Ernesto… ¿se solucionó el problema de sistemas que tenías?". Ernesto me miró y casi me da un ataque: se le llenaron los ojos de lágrimas. Me agarré la cabeza, abatida. Lo miré y le dije de una: "Ernesto, se debe haber solucionado mientras ibas en camino y te volviste porque a la media hora estabas en casa, yo oí que tu auto entraba, eran las diez y media de la noche a más tardar; y ya no saliste más. ¿Okey? Saliste a las diez y estabas de vuelta a las diez y media. Eso no da tiempo para llegar a ninguna parte, ni para hacer nada. ¿Me entendés, no?". No sé si me entendió. No sólo no decía nada sino que además me miraba con esos ojos que me daban ganas de mandarlo a la esquina en penitencia. Porque en el fondo Ernesto, y ése es su grave problema, es un chico. No termina de crecer nunca. Y yo a veces me canso de hacerle de madre. Porque por más que una quiera a un hombre, una tiene sus límites, y hay momentos en que, francamente, le pegaría un tiro.

Pensaba en eso de pegarle un tiro cuando entró Lali. Saludó apenas, como siempre. Ernesto la siguió con la mirada hasta que se sentó, parecía que le iba a decir algo pero enseguida agarró el diario e hizo como que leía. Lali se sirvió azúcar y revolvió el café. Miraba dentro de la taza mientras revolvía una y otra vez. "Nena, lo vas a marear", le dije como para romper el hielo. Levantó la vista, me miró, y volvió a revolver como si nada. Son esos momentos en que una les daría vuelta la cara de un cachetazo. Pero, como dije, no estaba la cosa como para agregar leña al fuego. Lo mejor era dejarla correr. "¡Qué bien dormimos todos anoche, ¿no, Ernesto?!" Ahí Ernesto me miró y me entusiasmé. Pero enseguida volvió a dejar su vista perdida sobre el diario. No había nada que hacerle, Ernesto no la agarraba, estaba, yo diría, desconcertado. Un tipo que mata a una mujer, y después se desconcierta. Un mono con navaja. Un verdadero peligro. Yo arremetí: si no tomaba las riendas de la situación, estábamos perdidos. "A las diez y media de la noche ya estabas durmiendo como un angelito, ¿no, mi amor?" Me quedé con el "¿no, mi amor?" en el aire. Lali me miró con desaprobación, no tenía motivo, pero ella siempre me mira con desaprobación. Agarró su mochila y se fue. Siempre me pareció que el solo hecho de que yo dijera una palabra le molestaba. Dice que hablo mucho. ¿Cuándo hablo yo? Además se cree muy inteligente, "como papá", decía cada vez que traía el boletín. Yo sé que me subestima. Pero yo la perdono, ¿quién no puede perdonar cuando se trata de una hija? Ella fue siempre muy rígida, muy estructurada, se cree que ser inteligente es sacarse diez en matemáticas. Mi inteligencia es de bajo perfil, es inteligencia en las sombras, sin alharaca, sin muy bien diez felicitado. Inteligencia práctica, la que sirve para las cosas de todos los días. La que lo podía salvar a su papá de quedar tras las rejas. Porque mientras yo le armaba coartadas al inteligente de su padre, lo único que él hacía era sonarse los mocos.

Antes de irse, Ernesto se acercó a mí y me dijo: "Esta noche me gustaría que tuviéramos tiempo para hablar, tranquilos". Al fin. "Claro, mi amor", le dije. Y antes de salir agregó: "Si llaman de la oficina, avisa que voy a llegar recién al mediodía".

8.

Me tentaba seguir a Ernesto, me aterraba pensar en la cantidad de burradas que podía hacer ese hombre en cuatro horas. Pero se me ocurrió una idea mejor: ir a su oficina. Abrí el placard y busqué qué ponerme. Tenía que verme bien. Sin llamar la atención, no nos olvidemos de que había una muerta de por medio. Nada me conformaba. De alguna manera, ésa era una ocasión especial. Una no se puede presentar en la oficina del marido en jeans y zapatillas. Por más que sean de marca. Es una cuestión de imagen. Una tiene que ser coherente con la imagen que los demás se van formando de la mujer de un ejecutivo. Y la mujer de Pereyra no era para ellos una gorda con batón y ruleros. De eso estoy segura. Mi marido siempre se viste muy bien, se combina la corbata con el color de las medias, me mata si la camisa que se quiere poner tiene una arruga o sus zapatos no están recién lustrados. Es muy detallista.