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– Claro que no.

– Es evidente que querías hacerlo.

– No puedo invitar a una chica a salir así, por las buenas.

– Claro que puedes -intervino Sylvie-. Ella te tocó el codo, ¿no?

– ¿Y qué? No puedo creerlo. Ella me tocó el codo porque es fisioterapeuta, y vosotras deducís que estaba deseando que me la tirara, ¿no?

– No exactamente -dijo Sylvie con gesto remilgado-. Pero pregúntaselo. Llámala por teléfono. Por lo que cuentas, no debe de estar mal.

– Sí, era… atractiva, pero hay dos problemas. El primero es que, como ya sabéis, creo que no he superado del todo lo de Christine. Y, por otra parte, soy incapaz de hacer una cosa así. Necesito una excusa.

– ¿Sabes cómo se llama? -le pregunté.

– Se llama Gail. Gail Stevenson.

Bebí un sorbo de mi Bloody Mary, pensativamente.

– Llámala.

El rostro de Clive adoptó una cómica expresión de alarma.

– ¿Y qué le digo?

– Eso no tiene importancia. Si le gustaste, y el hecho de que te cogiera el codo en la fiesta significa que seguramente le gustaste, saldrá contigo digas lo que digas. Y, si no le gustaste, no saldrá contigo digas lo que digas. -Clive parecía confuso-. Tú llámala. Dile: «Soy el tipo al que le manipulaste el codo en la fiesta de la otra noche. ¿Quieres salir conmigo?». Seguro que le encanta.

Clive estaba atónito.

– ¿Así, tal cual?

– Pues claro.

– ¿Y qué le propongo que hagamos?

Me reí.

– ¿Qué quieres? ¿Que te busque también una habitación?

Fui a buscar más bebidas. Cuando regresé, Sylvie fumaba un cigarrillo mientras hablaba de manera teatral. Yo estaba cansada, y no le presté mucha atención. Al otro lado de la mesa, Clive le explicaba algo a Julie; sólo oí fragmentos de la conversación, pero creo que hablaba de los mensajes subliminales del diseño de las cajetillas de cigarrillos Marlboro. No habría sabido decir si Clive estaba borracho o loco. Me quedé pensando con la copa en la mano, distraída. Sylvie, Julie y Clive formaban parte de la Panda, un grupo de gente que, con alguna excepción, nos habíamos conocido en la universidad y habíamos seguido viéndonos y saliendo juntos. Para mí eran como mi familia, o tal vez algo más.

Cuando volví a casa, Jake me abrió la puerta en cuanto introduje la llave en la cerradura. Ya se había quitado el traje, y llevaba vaqueros y una camisa de cuadros.

– ¿No ibas a llegar tarde? -pregunté.

– El problema se solucionó -contestó-. Te estoy preparando la cena.

Miré la mesa, donde había varios paquetes: pollo con especias, paté, pan ácimo, un pudín diminuto y un cartón de nata líquida. También vi una botella de vino y una cinta de vídeo. Besé a Jake y dije:

– Un microondas, un televisor y tú. Perfecto.

– Y luego vamos a hacer el amor toda la noche.

– ¿Cómo? ¿Otra vez? Eres un vicioso.

DOS

Al día siguiente, el metro estaba más abarrotado que de costumbre. Me moría de calor bajo tantas capas de ropa, e intenté distraerme pensando en otras cosas mientras me balanceaba, rodeada de cuerpos, y el tren traqueteaba por el oscuro túnel. Me acordé de que tenía que cortarme el pelo; podía ir a la peluquería a la hora de comer. Intenté recordar si había suficiente comida en casa para la cena, o si sería mejor que compráramos comida preparada. O que fuéramos a bailar. Reparé en que aquella mañana no me había tomado la píldora, y que tenía que hacerlo en cuanto llegara a la oficina. La píldora me hizo pensar en el dispositivo intrauterino y en la reunión del día anterior, cuyo recuerdo había hecho que me costara más de lo habitual levantarme de la cama.

Una joven delgada que llevaba en brazos a un niño de cara enorme y sonrojada intentaba abrirse paso por el vagón. Nadie se levantó para cederle el asiento, y la mujer se quedó de pie con el niño apoyado en su angulosa cadera, apuntalada por los otros pasajeros. Al niño sólo se le veía la acalorada y enojada cara. Como era de esperar, no tardó en ponerse a llorar; soltaba unos gemidos roncos y larguísimos y se le pusieron las mejillas moradas, pero la mujer no le hizo ningún caso, como si no lo oyera. Ella estaba pálida y tenía la mirada vidriosa. El niño iba vestido como si fuera a realizar una expedición al Polo Sur, y en cambio ella solo llevaba un ligero vestido y un anorak desabrochado. Puse a prueba mi instinto maternaclass="underline" cero. Luego miré a mi alrededor, a la multitud de hombres y mujeres trajeados. Me incliné hacia un individuo que llevaba un bonito abrigo de cachemira; me acerqué a él hasta que pude verle los poros de la cara, y entonces le dije en voz baja, al oído:

– Perdone, ¿le importaría cederle el asiento a esta señora? -Él me miró con gesto desconcertado, reacio, y añadí-: Necesita sentarse.

El hombre se levantó, y la madre se acercó arrastrando los pies y se metió entre dos periódicos desplegados. El niño siguió llorando, y ella siguió mirando al frente. Ahora el hombre podía sentirse virtuoso.

Sentí un gran alivio al apearme en mi estación, aunque el día que tenía por delante no se presentaba prometedor. Al pensar en el trabajo, me invadió un profundo letargo, como si me pesaran las extremidades y tuviera el cerebro lleno de moho. En la calle hacía mucho frío, y el vaho que yo despedía hacía volutas en el aire. Me enrollé la bufanda al cuello y lamenté no haberme puesto sombrero. Quizá pudiera escaparme durante la pausa para el café y comprarme unas botas. A mi alrededor, todo el mundo caminaba apresuradamente hacia sus oficinas con la cabeza agachada. Jake y yo deberíamos ir a algún sitio en febrero, a algún lugar desierto y soleado. A cualquier sitio que no fuera Londres. Me imaginé una playa de arena blanca y un cielo azul, y a mí misma, delgada y bronceada, tomando el sol en bikini. Veía demasiados anuncios. Yo siempre llevaba bañador. Además, últimamente Jake intentaba convencerme de que tenía que ahorrar.

Me paré en el paso de cebra. Un camión pasó rugiendo. Una paloma y yo retrocedimos a la vez. Le eché un vistazo al conductor, elevado en la cabina y ciego a toda aquella gente que, por debajo de él, iba andando al trabajo. El coche que iba detrás del camión frenó, y me dispuse a cruzar la calle.

Un hombre empezó a cruzar desde la otra acera. Me fijé en que llevaba unos vaqueros negros y una chaqueta de piel negra, y luego miré su cara. No sé si él se paró primero o si fui yo. Ambos nos quedamos plantados en la calzada, mirándonos fijamente. Creo que oí una bocina. No podía moverme. Me pareció una eternidad, pero seguramente sólo duró un segundo. Noté un vacío en el estómago, y me costaba respirar con normalidad. Volvió a sonar una bocina. Alguien gritó algo. El hombre tenía unos impresionantes ojos azules. Seguí andando; él hizo otro tanto, y nos cruzamos separados por unos centímetros, sin dejar de mirarnos a los ojos. Si él hubiera estirado el brazo y me hubiera tocado, creo que yo habría dado media vuelta y lo habría seguido, pero no lo hizo, y llegué sola a la otra acera.

Seguí caminando hacia el edificio de las oficinas de Drakon; luego me detuve y me di la vuelta. Él seguía allí, mirándome. No sonrió, ni hizo gesto alguno. Tuve que hacer un esfuerzo para volverme de nuevo, notando su mirada como un imán. Cuando llegué a las puertas giratorias del edificio y pasé por ellas, eché un último vistazo. El hombre de los ojos azules había desaparecido.

Fui directamente al lavabo, me encerré en un cubículo y me apoyé en la puerta. Estaba mareada, me temblaban las rodillas y notaba tensión en los ojos, como si estuviera conteniendo las lágrimas. Quizá estuviera incubando un resfriado. Quizá estaba a punto de venirme la regla. Pensé en aquel hombre y en cómo me había mirado, y cerré los ojos como si de ese modo pudiera hacerlo desaparecer. Alguien entró en el lavabo y abrió un grifo. Me quedé muy quieta, y me pareció oír los latidos de mi corazón bajo la blusa. Me llevé una mano a la ardiente mejilla, y después me la puse sobre el pecho.