Выбрать главу

Adam estiró el brazo y me acarició suavemente la mejilla.

– Cariño -dijo.

Lo miré. Sus azules ojos me miraron, relucientes como el cielo. Llevaba el largo cabello alborotado. Tenía la boca ligeramente abierta, como si estuviera a punto de decir algo, o de besarme. Me llevé una mano al cuello y toqué el collar que me había regalado a los pocos días de conocernos. Era como si estuviéramos solos en aquella oficina, como si todo lo demás fueran sólo imágenes borrosas y ruido. Quizá me equivocara. De pronto la tentación de entregarme a aquellas personas que me querían de verdad y dejar que se ocuparan de mí se hizo casi irresistible.

– Lo siento -dije con un hilo de voz, casi sin darme cuenta.

Adam se agachó y me tomó en sus brazos. Olí su sudor, y noté la aspereza de su mejilla contra la mía.

– El amor es muy extraño -dije-. ¿Cómo se puede matar a alguien que se quiere?

– Alice, cariño -repuso él, con sus labios pegados a mi oreja, con una mano en mi cabello-, ¿no te prometí que siempre cuidaría de ti? Para siempre.

Me abrazó con fuerza, y me sentí maravillosamente. Para siempre. Así era como yo creía que iba a ser. Quizá todavía pudiera serlo. Quizá podíamos hacer retroceder el reloj, fingir que él no había matado a nadie y que yo no me había enterado. Noté las lágrimas resbalando por mis mejillas. Una promesa: cuidar de mí para siempre. Un momento y una promesa. ¿Dónde había oído yo antes aquellas palabras? Una idea vaga me rondaba la mente, y de pronto tomó forma y la vi. Me aparté de Adam y me quedé mirándolo.

– Ya lo sé -dije.

Miré alrededor. Byrne, Deborah y Adam estaban perplejos. ¿Pensarían ahora que, verdaderamente, me había vuelto completamente loca? No me importaba. Volvía a controlar la situación, a pensar con claridad. No era yo la que estaba loca.

– Sé dónde está. Sé dónde enterró Adam el cadáver de Adele Blanchard.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Byrne.

Miré a Adam y él me sostuvo la mirada sin vacilar. Metí la mano en el bolsillo de mi abrigo y busqué mi monedero. Lo abrí y extraje un billete del metro, unos recibos, unos billetes de moneda extranjera… Allí estaba: la fotografía que me había hecho Adam en el momento de pedirme que me casara con él. Le entregué la fotografía a Byrne, que la cogió y la miró, desconcertado.

– Tenga cuidado -le previne-, es la única copia que tengo. Adele está enterrada ahí.

Miré de nuevo a Adam. Ni siquiera entonces rehuyó mis ojos, pero yo sabía que estaba pensando. Ése era su gran talento: el don de hacer cálculos en plena crisis. ¿Qué tramaba ahora aquella hermosa cabecita?

Byrne le mostró la fotografía a Adam.

– ¿Qué es esto? -preguntó -. ¿Dónde está?

Adam compuso una sonrisa de perplejidad, y respondió:

– No lo sé exactamente. Le hice esa fotografía durante una excursión a no sé dónde. -Se volvió y me miró a mí.

En ese instante supe que yo tenía razón.

– No -lo contradije -. No fue una excursión cualquiera. Adam me llevó a ese sitio deliberadamente. Me dijo que lo habían decepcionado otras veces. Y que ahora, en aquel lugar tan especial para él, quería pedirme que me casara con él. Un momento y una promesa. Nos juramos fidelidad sobre el cadáver de Adele Blanchard.

– ¿Adele Blanchard? -dijo Adam-. No sé de quién habla. -Me miró muy fijamente. Noté sus ojos taladrando los míos, intentando discernir lo que yo sabía-. Esto es absurdo. No recuerdo con exactitud dónde estuvimos aquel día. Ni tú. Tú tampoco te acuerdas, ¿verdad, cariño? Te dormiste en el coche. No sabes dónde te tomé esa fotografía.

Miré la fotografía y sentí una brusca sacudida de pánico. Adam tenía razón: no lo sabía. Miré la hierba, tan verde, tan tentadoramente real, y sin embargo tan lejana. Adele, ¿dónde estás? ¿Dónde está tu cuerpo perdido, roto, traicionado? Y entonces lo entendí. Estoy aquí. Estoy aquí.

– Saint Eadmund -dije.

– ¿Qué? -preguntaron Byrne y Adam al unísono.

– Saint Eadmund, con una «a». Adele Blanchard era maestra de la escuela primaria Saint Eadmund, en Corrick, y la iglesia de Saint Eadmund también está en Corrick. Lléveme a la iglesia de Saint Eadmund, y yo lo llevaré a este sitio.

Byrne nos miró a Adam y a mí alternativamente. No sabía qué hacer, pero vi que flaqueaba. Di un paso hacia delante, hasta que mi cara y la de Adam casi se tocaron. Escruté sus claros ojos azules, y no vi en ellos ni una pizca de inquietud. Era magnífico. Por primera vez quizá, me imaginé a aquel hombre en una montaña, salvando una vida o quitándola. Levanté la mano derecha y le acaricié la mejilla, como él me había hecho antes a mí; Adam se estremeció ligeramente. Tenía que decirle algo. Pasara lo que pasara, no se me volvería a presentar una ocasión como aquella.

– Entiendo que mataras a Adele y a Françoise, porque, en cierto modo, las querías. Y supongo que Tara suponía una amenaza. ¿Le había contado algo su hermana? ¿Lo sabía? ¿Lo sospechaba? Pero ¿y los demás? Pete, Carie, Tomas, Alexis. Cuando subiste de nuevo a la cresta, ¿empujaste a Françoise? ¿Te vio alguien? ¿Lo hiciste simplemente porque resultaba fácil? -Esperé, pero Adam no dijo nada-. Nunca lo dirás, ¿verdad? Tú no darías esa satisfacción a los simples mortales como nosotros.

– Esto es ridículo -dijo entonces Adam-. Alice necesita ayuda. Puedo ejercer la custodia legal sobre ella.

– Tenga esto en cuenta -le dije yo a Byrne-: He informado de la existencia de un cadáver. He identificado el sitio donde está enterrado. Su obligación es investigarlo.

Byrne nos miró a los dos. Luego su rostro se relajó, y esbozó una sonrisa irónica. Suspiró y dijo:

– Está bien. -Luego miró a Adam y añadió-: No se preocupe, señor. Cuidaremos bien a su esposa.

– Adiós -le dije a Adam-. Adiós, Adam.

Él me sonrió; era una sonrisa tan dulce que parecía un niño pequeño, lleno de una esperanza aterradora. Pero no dijo nada: sólo me miró mientras me alejaba, y yo no giré la cabeza.

TREINTA Y NUEVE

La agente de policía Mayer aparentaba unos dieciséis años. Tenía el cabello castaño y corto, y la cara redonda, con algunos granos. Yo iba sentada en la parte trasera del coche (azul y sin distintivos, y no un coche patrulla, como había imaginado), contemplando la parte de atrás de su cuello, que sobresalía por el blanco y planchado cuello de su camisa. La encontré estirada, poco natural, y su lánguido apretón de manos y su mirada, breve y superficial, me hicieron pensar que era una persona mediocre.

No hizo ningún esfuerzo para hablar conmigo, y yo se lo agradecí. Lo único que me dijo, antes de ponernos en marcha, fue que me abrochara el cinturón. Me recosté en el frío asiento de plástico y me puse a mirar las calles de Londres, casi sin verlas. Hacía una mañana despejada, y la luz me producía dolor de cabeza, pero cuando cerré los ojos fue peor aún, porque empezaron a aparecer imágenes en la oscuridad. Sobre todo la cara de Adam, la última visión que había tenido de él. Notaba el cuerpo vacío y dolorido. Era como si pudiera sentir todos mis órganos por separado: el corazón, los intestinos, los pulmones, los riñones, la sangre circulando, la cabeza.

De vez en cuando, la radio de la agente Mayer emitía unos crujidos, y ella pronunciaba algunas frases en una especie de extraño lenguaje telegráfico, sobre puntos de reunión y horas de llegada. Fuera de aquel coche estaba la vida reaclass="underline" personas que se ocupaban de sus asuntos cotidianos, fastidiadas, aburridas, satisfechas, indiferentes, emocionadas, cansadas. Personas que pensaban en su trabajo, o en lo que harían para cenar, o en lo que había dicho su hija aquella mañana durante el desayuno, o en el chico que les gustaba, o en que tenían que cortarse el pelo, o en que les dolía la espalda. No podía creer que yo también hubiera estado allí, en aquel mundo tan común. Recordaba vagamente algunas veladas en el Vine, con la Panda, como si fueran imágenes de un sueño medio olvidado. ¿De qué hablábamos, una noche tras otra, como si el tiempo no importara, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo? ¿Era feliz entonces? Ya no lo sabía. Apenas recordaba el rostro de Jake, o al menos su rostro cuando yo vivía con él, su rostro de amante; no recordaba cómo me miraba cuando estábamos juntos en la cama. El rostro de Adam, su intensa mirada, interfería esas imágenes, me tapaba la visión, y yo sólo lo veía a él.