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– Lo que buscamos es esto -dije.

– Un arbusto.

El tono de su voz era neutro, pero su mirada no. Estábamos rodeados de arbustos.

Cerré los ojos e intenté hacer memoria. Y entonces recordé algo que había dicho Adam: «Mira con mis ojos». Y habíamos mirado desde allí arriba la iglesia y los campos. «Mira con mis ojos.»

Era como si verdaderamente mirara con los ojos de Adam, siguiéndole los pasos. Eché a andar a trompicones, casi corriendo, por el páramo, y allí, a través de los árboles, vi el camino por el que habíamos subido. Allí estaba la iglesia de Saint Eadmund, con los dos coches aparcados delante. Allí estaba la alfombra de verdes prados. Y allí estaba también la mata de espino. Me coloqué delante, como aquel día. Me quedé de pie sobre la tierra, blanda, y recé para que el cadáver de una joven estuviera enterrado bajo mis pies.

– Aquí -dije a la detective Paget-. Aquí. Tienen que cavar aquí.

La detective Paget llamó a los hombres de las palas y repitió mis instrucciones:

– Tienen que cavar aquí.

Me aparté, y los hombres se pusieron a cavar. El terreno era pedregoso, y la tarea no era fácil. Pronto empecé a ver cómo se les cubría la frente de sudor. Intenté respirar acompasadamente. Cada vez que hundían la pala, yo esperaba ver aparecer algo. Pero nada. Cavaron hasta que hicieron un agujero considerable. Nada. Finalmente pararon y miraron a la detective Paget, que me miró a mí.

– Es ahí -insistí -. Sé que es ahí. Esperen.

Volví a cerrar los ojos e intenté recordar. Saqué la fotografía y miré fijamente el arbusto.

– Dígame exactamente dónde tengo que colocarme -le dije a la detective Paget, al tiempo que le ponía la fotografía en la mano y me situaba junto a la mata de espino.

Ella me miró con recelo, y se encogió de hombros. Me coloqué enfrente de ella, como había hecho con Adam, y la miré fijamente como si la detective fuera a hacerme una fotografía. Ella me miró entrecerrando los ojos.

– Un poco más adelante -dijo.

Di un paso al frente.

– Así.

– Caven aquí -les dije a los hombres.

Se pusieron a cavar de nuevo. Nosotras esperamos en silencio; sólo se oían los golpes sordos de las palas y la fatigosa respiración de los obreros. Nada. No había nada, sólo tierra rojiza y gruesa, y piedras pequeñas.

Los hombres volvieron a parar y me miraron.

– Por favor -dije con voz ronca-. Un poco más, por favor. -Miré a la detective Paget y le puse una mano en el brazo-. Por favor -supliqué.

Ella frunció el entrecejo, pensativa, y luego dijo:

– Podríamos estar cavando una semana. Ya hemos cavado donde usted nos ha indicado, y no hemos encontrado nada. Ya hay suficiente.

– Por favor -insistí. Se me quebraba la voz-. Por favor. -Me jugaba la vida.

La detective Paget exhaló un hondo suspiro.

– De acuerdo -concedió. Miró su reloj y añadió-: Veinte minutos, ni uno más.

Hizo una seña y los hombres cogieron de nuevo las palas, murmurando burlas y gruñendo. Me aparté un poco, me senté y me puse a contemplar el valle. El viento rizaba la hierba, como si fuera el mar.

De pronto oí un murmullo a mis espaldas. Corrí hacia allí. Los hombres habían dejado de cavar y estaban arrodillados junto al hoyo, apartando la tierra con las manos. Me agaché a su lado. La tierra se había vuelto más oscura, y vi una mano que sobresalía, sólo los huesos, como si nos hiciera señas para que nos acercáramos.

– ¡Es ella! -grité -. ¡Es Adele! ¿Lo ven? ¿No lo ven?

Me puse a escarbar, frenética, aunque apenas veía. Quería abrazar aquellos huesos, coger con mis manos aquella cabeza, aquel horrendo cráneo que empezaba a aparecer, meter los dedos por las cuencas vacías de los ojos.

– No toque nada -dijo la detective Paget, y tiró de mí hacia atrás.

– ¡Es ella! -grité-. Es ella. Tenía razón. Es ella.

A mí iba a pasarme lo mismo, quise añadir. Si no la hubiéramos encontrado, me habría pasado lo mismo.

– Es una prueba, señora Tallis -dijo ella con severidad.

– Es Adele -repetí-. Es Adele. Adam la asesinó.

– No sabemos quién es -me corrigió ella -. Tendremos que examinar el cadáver para identificarlo.

Miré el brazo, la mano, la cabeza que sobresalían de la tierra. Toda la tensión que había soportado se desvaneció, y me sentí tremendamente cansada, tremendamente triste.

– Pobrecilla -murmuré-. Pobre mujer. Dios mío. Dios mío.

La agente Paget me ofreció un pañuelo de papel, y me di cuenta de que estaba llorando.

– Tiene algo alrededor del cuello, detective -señaló el joven delgado.

Me llevé una mano al cuello.

El joven levantó un cordón ennegrecido, y dijo:

– Creo que es un collar.

– Sí -confirmé -. Sí, se lo regaló él.

Todos se dieron la vuelta y me miraron, y esta vez con mucha atención.

– Miren. -Me quité el collar con la reluciente espiral de plata, y lo coloqué junto a su ennegrecido duplicado -. Me lo regaló Adam. Era una prueba de su amor eterno. -Toqué la espiral de plata-. Seguro que el suyo también tiene esto.

– Tiene razón -dijo la detective Paget.

La otra espiral estaba negra y tenía tierra adherida, pero era inconfundible. Hubo un largo silencio. Todos me miraron, y yo miré el hoyo donde yacía el cadáver de Adele.

– ¿Cómo ha dicho que se llamaba? -preguntó la detective Paget finalmente.

– Adele Blanchard. -Tragué saliva-. Era amante de Adam. Y creo… -Rompí a llorar otra vez, pero esta vez no lloraba por mí, sino por Adele, por Tara y por Françoise-. Creo que era una buena mujer. Una joven encantadora. Lo siento, lo siento mucho. -Me tapé la cara con las manos, llenas de barro, y las lágrimas se colaban entre mis dedos.

La agente Mayer me puso un brazo sobre los hombros.

– La acompañaremos a su casa.

Pero ¿dónde estaba ahora mi casa?

* * *

El inspector Byrne y otra agente insistieron en acompañarme al apartamento, aunque les dije que Adam no estaría allí y que sólo quería recoger mi ropa y marcharme. Dijeron que de todos modos tenían que comprobarlo, aunque ya habían llamado por teléfono y no habían encontrado a Adam. Tenían que localizar al señor Tallis.

Yo no sabía adónde ir, pero eso no se lo dije. Después tendría que hacer declaraciones, rellenar formularios y firmarlos por triplicado, hablar con abogados. Tendría que enfrentarme a mi pasado y afrontar mi futuro, intentar salir de los escombros después de la catástrofe. Pero todavía no. En esos momentos avanzaba lentamente, como atontada, e intentaba poner las palabras en el orden correcto, hasta que me dejaran sola en algún sitio y pudiera dormir. Estaba tan cansada que habría podido dormirme de pie.

El inspector Byrne subió conmigo la escalera, hasta el apartamento. La puerta colgaba de los goznes; Adam la había derribado. Me temblaban las rodillas, pero Byrne me sujetó por el codo y entramos, seguidos por la otra agente.

– No puedo -dije, deteniéndome bruscamente en el recibidor-. No puedo. No puedo entrar. No puedo. No puedo. No puedo, de verdad.

– No hace falta que entre. -El inspector se dirigió a la agente-: Coja algo de ropa limpia, por favor.

– Mi bolso -dije-. En realidad sólo necesito mi bolso. Tengo el dinero allí. No quiero nada más.

– Y su bolso.

– Está en el salón -dije. Me pareció que iba a vomitar.

– ¿Tiene usted familia? -me preguntó el inspector mientras esperábamos.

– No lo sé -contesté con un hilo de voz.

– ¿Puedo hablar un momento con usted, señor?

Era la agente, que había salido al rellano y nos miraba con expresión grave. Pasaba algo.

– ¿Qué…?

– Señor.

Entonces lo comprendí. Lo supe instintivamente.

Antes de que pudieran impedírmelo, yo ya me había precipitado hacia el salón. Adam estaba allí, girando muy lentamente, colgado de la cuerda. Vi que había utilizado un trozo de cuerda de escalar. Cuerda de escalar amarilla. Había una silla caída a su lado. Iba descalzo. Toqué suavemente el pie que tenía mutilado, y luego lo besé, como había hecho la primera vez. Estaba muy frío. Llevaba sus vaqueros viejos y una camiseta desteñida. Miré su cara, hinchada y deformada.