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– Me habrías matado -dije mirándolo fijamente.

– Señora Loudon… -dijo el inspector Byrne.

– Me habría matado -expliqué, sin apartar los ojos de Adam, mi gran amor-. Lo habría hecho.

– Venga conmigo, señora Loudon. Todo ha terminado.

Adam había dejado una nota. No era una confesión, ni una explicación. Era una carta de amor.

Querida Alice:

Te adoré en cuanto te vi. Fuiste mi mejor y mi último amor. Lamento que haya tenido que acabar. Toda la vida no habría sido suficiente.

CUARENTA

Una noche, semanas más tarde, después de la conmoción, después del funeral, llamaron a la puerta. Era Deborah, más guapa que de costumbre, con falda y chaqueta oscuras, con cara de cansada tras una jornada en el hospital. Nos miramos sin sonreír.

– Ya sé que debí llamarte antes -dijo ella al fin.

Me aparté y ella subió la escalera delante de mí.

– Te he traído dos cosas -dijo-. Esto. -Sacó una botella de whisky escocés de una bolsa de plástico-. Y esto. -Desdobló una hoja de periódico y me la dio. Era una nota necrológica de Adam. La había escrito Klaus para un periódico que yo no solía comprar-. Pensé que te gustaría verla.

– Pasa -dije.

Cogí la botella de whisky, un par de vasos y el recorte de periódico, y nos sentamos en el salón. Serví el whisky. Deborah, como buena norteamericana, fue a la cocina a buscar hielo. Leí la nota necrológica.

El artículo, escrito a cuatro columnas, incluía una fotografía de Adam que yo no había visto nunca: quemado por el sol, sin gorro, en una montaña, sonriendo a la cámara. Yo casi nunca lo había visto sonreír, ni con aire despreocupado. Siempre me lo imaginaba serio, concentrado. Detrás tenía una cordillera de montañas que parecían olas del mar en un grabado japonés, atrapadas en un momento de perfección. Eso era lo que siempre me había costado entender. Cuando uno veía fotografías tomadas en la cima de una montaña, todo parecía claro y hermoso. Pero lo que ellos me habían contado (Deborah, Greg, Klaus y Adam, por supuesto) era que lo más impresionante de la experiencia real de estar allí arriba era precisamente lo que no podía captar la cámara: el frío glacial, la dificultad para respirar, el viento que amenazaba con levantarlo a uno y arrastrarlo, el ruido, la lentitud y la pesadez del cerebro y el cuerpo, y sobre todo la sensación de hostilidad, de que aquel mundo al que se ascendía no estaba hecho para los humanos, y la conciencia de que quizá uno no sobreviviera al ataque de los elementos ni a su propia degeneración física y psicológica. Me quedé mirando la cara de Adam y me pregunté a quién le estaría sonriendo. Oí el tintineo de los cubitos de hielo en la cocina. Al principio, cuando lo leí por encima, el texto de Klaus me produjo dolor. Por una parte, era un homenaje personal a su amigo, pero también intentaba cumplir con la obligación profesional del periodista. Después lo leí detenidamente:

El alpinista Adam Tallis, que se suicidó hace escasos días, alcanzó la fama gracias a sus proezas durante la catastrófica tormenta que se produjo el año pasado en el Chungawat, en la cordillera del Himalaya. Él no buscaba la fama, y no se sentía cómodo siendo el centro de atención, pero siguió exhibiendo la misma elegancia y el mismo carisma de siempre. Adam era hijo de una familia de militares, contra la que se rebeló (su padre participó en el desembarco de Normandía en 1944). Nació en 1964 y se educó en Eton, pero la escuela no le gustaba, y nunca se sometió a ninguna forma de autoridad o institución que considerara poco meritoria. Dejó los estudios a los dieciséis años, y recorrió toda Europa solo.

A continuación, Klaus ofrecía un resumen del relato que hacía en su libro sobre los inicios de Adam en el alpinismo y sobre la tragedia del Chungawat. Había incorporado la corrección hecha por la revista Guy. Ahora era Tomas Benn quien pedía ayuda antes de entrar en coma. Eso conducía al punto culminante del artículo de Klaus:

Al pedir ayuda, aunque fuera demasiado tarde, Benn apelaba a una humanidad que Adam Tallis encarnaba.

Ha habido quien, sobre todo en estos últimos años, ha afirmado que la moral ya no cuenta cuando nos aproximamos a las cimas de las montañas más altas. Este brutal enfoque quizá se haya visto fomentado por la nueva moda de las expediciones comerciales, en las que el líder se debe al cliente que le ha pagado, y en las que la vida del cliente depende de los guías expertos. Adam había expresado sus reservas respecto a esos viajes organizados, en los que aventureros no cualificados pero con un alto poder adquisitivo son conducidos a las cumbres que hasta hace poco tiempo eran el reino de los equipos de alpinistas de élite.

Sin embargo, y el que habla ahora es un hombre al que Adam Tallis salvó la vida, en medio de aquella espantosa tormenta él estuvo a la altura de los más grandes alpinistas de los Alpes y del Himalaya. Al parecer, las presiones del mercado dominaban también en aquel mundo enrarecido, por encima de los ocho mil metros de altitud. Pero a alguien se le olvidó decírselo al dios de la montaña del Chungawat. Adam Tallis fue quien demostró que, in extremis, hay pasiones más profundas, valores más básicos.

A su regreso del Chungawat, Adam no estuvo ocioso. Siempre había sido un hombre de fuertes impulsos, y conoció a Alice Loudon y se casó con ella…

Deborah volvió al salón. Se sentó a mi lado y bebió un sorbo de whisky; estudió mi cara mientras yo seguía leyendo:

… una investigadora hermosa y con mucho carácter, que no pertenecía al mundo del alpinismo. La pareja estaba locamente enamorada, y los amigos de Adam creyeron que él había encontrado por fin la estabilidad que aquel inquieto trotamundos siempre había buscado. Quizá sea relevante el hecho de que la expedición al Everest que preparaba para el año que viene no tuviera como objetivo alcanzar la cima, sino limpiar la montaña; tal vez quería compensar así a las deidades tantas veces insultadas y desafiadas.

Pero no pudo ser. ¿Quién puede hablar de los tormentos íntimos de otra persona? ¿Quién sabe qué es lo que impulsa a los hombres y mujeres que buscan la realización en la cima del mundo? Quizá la tragedia del Chungawat le había pasado una factura más elevada de lo que sus propios amigos creían. A nosotros nos parecía que estaba más feliz y más tranquilo que nunca, y sin embargo en sus últimas semanas lo vimos irritable, quisquilloso, poco comunicativo. No logro librarme de la sensación de que no supimos ayudarlo como él nos había ayudado a nosotros en muchas ocasiones. Quizá sea que cuando los más fuertes se derrumban lo hacen de forma más brutal y más irreversible. He perdido a un amigo. Alice ha perdido a su marido. El mundo ha perdido a un hombre de un heroísmo poco común.

Dejé la hoja de periódico a mi lado, con la fotografía hacia abajo para no ver la cara de Adam, y me soné la nariz con un pañuelo de papel. Luego bebí un poco de whisky, que me ardió en la dolorida garganta. Me pregunté si alguna vez volvería a sentirme normal. Deborah me puso una mano en el hombro, indecisa, y yo compuse una sonrisa y le dije:

– No pasa nada.

– ¿Te molesta? -me preguntó ella-. ¿No quieres que se entere todo el mundo?