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Cierto día lejano la niña miró hacia arriba con una sonrisita tímida e incluso maliciosa: el paquete está cerrado -quería decir-, pero yo soy astuta, sé lo que hay dentro, conozco todas las cosas bonitas que hay dentro. Y por eso sonreía. Oh, si hubiera podido saber. La niña había dejado ya de existir desde hacía un tiempo y en su lugar había una chiquilla vistosa, que no era una chiquilla, porque entendía demasiado de amores, había una mujer de cara tensa que miraba en derredor como un animalito acosado, mientras huía, testaruda, hacia la ruina.

Antonio estaba de nuevo en su casa. La furia, ¡ay!, se había apagado, había llegado la noche, los hombres habían trabajado, las luces de las casas se apagaban una tras otra y nadie sabía lo que había sucedido. A las ocho de la tarde, Laide había aparecido en su estudio, aún no había ido a su casa, no había visto su nota, según decía, pero estaba claro que se trataba de la última mentira.

«Hay alguien, ¿verdad? ¿Hay alguien tras todo esto?»

Ella había dicho que sí con la cabeza. Él estaba sentado al escritorio y ella se le había acercado, se le pegaba incluso con las piernas.

«Mira, no saldré más, haré todo lo que quieras: si quieres, me quedaré siempre encerrada en casa».

Tendido en la cama, con las miradas fijas en las malvadas grietas del techo, volvía a ver aquella carita pálida y asustada. El altar de la ciudad, espejismo de la infancia, constelación de luces íntimas y caricias, se hacía añicos y se desplomaba.

«No», le había dicho Antonio, «todo sería inútil, durante dos meses seguiré pensando en ti. Mañana te mandaré la mensualidad, pero, ¿comprendes que me has hecho sufrir?»

Ella dijo que sí con una seña. Fuera, en la rojiza aureola que sobresalía por encima del inmenso conglomerado de casas, por la noche volaban los lentos humos de la gasolina, banderas desquiciadas y despeñadas, y un ritmo de melancólica música martilleante los arrastraba despacio hacia las cavernas del norte.

«Ahora vete, te lo ruego», le había dicho, «pues tengo que hacer un trabajo urgente».

Se había dominado decentemente, no había hecho escenas. Como si aquel estúpido trabajo fuera más importante que ella, como si aquel adiós fuese una despedida habitual y el día siguiente hubieran de volver a verse y, en cambio, no volvería a verla nunca más, la negra Milán antigua y tenebrosa estaba a punto de recuperarla y engullirla y desaparecería en el laberinto, por un instante su sonrisa de golfilla centellearía reflejada en la puerta vidriera, después en la convulsa multitud que se apretujaba en el pasadizo, el perfil de su nuca desaparecería en un lejano estruendo de rock, entre Laide y él se abriría una distancia inmensa, con llanuras, mares y montañas por medio, y un telón de silencio y obscuridad. No había nada que no le recordara a ella: las propias grietas del techo, el fascículo de Topolino, el sillón, el frasco de lavanda, el animalito de madera sobre la librería, el perfil de las casas más allá de la ventana, todo en el mundo se refería a ella, sin ella la vida carecía ya de sentido en el trabajo, en las charlas, en la comida, en el vestido, todo era absurdo e idiota sin ella y así abría de aquí a allá una abertura horrible dentro de él y de éste salía un convulso río de lágrimas.

Sí, desde luego, en conjunto era una historia ridícula, un caso como tantos otros, trivial, erróneo, cómico, desgraciado. Era tan sencillo entenderlo, tenía por fuerza que acabar así.

"Vamos, ánimo, buenas noches, hasta mañana, no querrá usted hacer una tragedia, espero, enderece más bien el nudo de la corbata. Una carcajada necesaria. Buenas noches."

Y, sin embargo, tal vez se encontrara en la hora decisiva de la vida… y era un infierno. Si hubiese estado enfermo, si le hubiera sucedido una desgracia, si lo hubiesen metido en la cárcel, parientes y amigos lo habrían ayudado. En aquel caso, no. Estaba prohibido. Aunque fuera terriblemente peor. Arrojado a tierra, pisoteado, devastado por dentro y por fuera, abandonado en el fango, expulsado a patadas de la sala. Aun así, no había piedad disponible para él.

"¿Quisiste olvidar tu edad? ¿Desafiaste sólo con tus fuerzas la maldad de una chiquilla que estaba dando el asalto a la vida? ¿Te obstinaste en un juego desconocido que no era para ti? ¿Creíste que podrías volverte niño? Hacía falta una cara distinta de la tuya. La partida había acabado y tocaba pagar. Las puertas que se cerraban, la soledad, el vacío, el desierto, los mudos sollozos que nadie oiría. Ya has llegado a puerto, hombre estúpido, que te creías a saber qué".

La angustia era una ola negra que lo elevaba y lo hundía a sollozos. ¿Dónde estaría ella en aquel momento? Abajo pasaban los automóviles. Junto a la cama estaba el teléfono, que tantas cosas había escuchado. Nunca había estado tan negro, tan inmóvil, inútil, taciturno, muerto.

XXXIV

Pero él, Antonio, no era uno de esos hombres que, cuando la suerte los ha machacado, se guardan todo dentro y, al verlos, nadie lo diría siquiera. Tras la despedida, tuvo, naturalmente, un nuevo ataque de furia, ira y violencia. En cierta ocasión un amigo le había dicho:

«Ya verás como a la hora de la verdad resulta mucho menos grave de lo que se cree. También yo quería locamente a aquella mujer que tú sabes y por ella perdía los días y las noches y cuanto más iba tras ella como un perrito y le besaba los pies, más me las hacía ella de todos los colores y yo me volvía loco, pero era absolutamente incapaz de alejarme de ella. Ahora bien, un día me dije: "U hoy o nunca". No es que ella me hubiera hecho una faena peor que las habituales; al contrario, aquel día estaba muy cariñosa, pero yo me dije: "Venga, chico, porque, si no, te vas a dejar hasta la piel", conque entonces, de buenas a primeras, dije: "Basta". Y, cuando ella telefoneó, dije: "Basta", sin más cuentos y ella, naturalmente, insistió varios días, hizo incluso dos o tres escenas de lagrimitas, pero yo había dicho: "Basta", y, en cuanto decidí romper, pensaba que me quedaría lelo o me volvería loco y, en cambio, me encontré de maravilla en el preciso instante en que decidí romper, pero, entendámonos, lo había decidido en serio, no se trataba de una idea a medias, por decirlo así, en aquel preciso instante me sentí otro y, desde luego, me dolía, pero era un dolor soportable, exactamente como cuando vamos a que nos saquen una muela que nos hacía ver las estrellas. Como ves, no hablo a tontas y a locas, hablo por experiencia personal. Hazme caso, Dorigo, haz también tú lo mismo y después te echarás a reír incluso al pensar en el veneno que tragaste para nada».

Eso era lo que le había contado su amigo.

Pero Antonio, después de la despedida, no se sintió, en realidad, otro, no se echó a reír, sino que, al contrario, se encontraba peor. Antes al menos existía la esperanza y las propias luchas cotidianas, las esperas y pálpitos, las llamadas por teléfono, llenaban su existencia, era, en una palabra, una lucha, una manifestación de energía y vida. Ahora ya no había nada que hacer, sólo quedaba rumiar en la cabeza siempre las mismas cosas malditas sin escapatoria, porque ni siquiera por un instante se apartaba su pensamiento de ella, de cómo era, cómo hablaba, cómo caminaba, cómo reía: hasta la menor particularidad de la extraordinaria chiquilla que tanta guerra le había dado. En tan negra infelicidad el hombre Antonio se debatía intentando aferrarse a todos los sostenes concebibles y, por ejemplo, se le ocurrió ir a ver a Piera, una amiga de Laide que había ido a verla a la clínica un día en que también él estaba allí y le había parecido una muchacha hermosa y divertida. Después Laide le había dicho que Piera había tenido durante años un amigo viejo, pero riquísimo, y que lo había perdido estúpidamente, al dejarse sorprender en la cama con otro. Tal vez aquella Piera hubiese podido serle de ayuda, si ella hubiera aceptado, si a él le hubiese resultado de gusto, mucho más divertida y elegante que Laide, si le hubiera servido para olvidar un poco, para brindarle una tregua. Más aún: unos meses antes, Piera le había telefoneado para ofrecerle un abrigo de piel que quería vender y le había dado su número de teléfono.