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¿Cuántos meses habían pasado? Antonio la contemplaba. ¿Podía estar encerrado en aquel cuerpecito el infierno? No, tal vez fuera una cosa muy sencilla, tal vez fuese él quien la había hecho volverse una tragedia. Ahora ya no se debatía entre las dudas y los escrúpulos: "¿Hice bien o mal al volver a llamarla? ¿Soy vil? ¿Soy abyecto? Ahora ya no tiene importancia".

Una noche, tras dos meses y medio de lucha, no había resistido. Lo recordaba perfectamente: estaba en Roma y con él estaba Silvia, una muchacha inteligente y buena. Al verlo tan hundido, Silvia le había dicho:

«Pero, a fin de cuentas, ¿por qué no le telefoneas? ¿Qué quieres que ocurra? ¿Quieres recuperar la salud? ¿Qué resuelves con la dignidad? ¡A ver!»

Y, desde el hotel de Roma, Antonio probó a telefonearle, eran casi las ocho de la noche, una hora no demasiado oportuna, a aquella hora solía estar fuera, pero en aquel momento no. Y al principio ella no se dio cuenta de que era éclass="underline" su voz carecía ya de audacia.

«También yo quería llamarte uno de estos días por lo del alquiler».

«Ya hablaremos de eso en Milán», dijo él. «Cuando vuelva, te llamo».

Y no sintió remordimiento ni vergüenza, simplemente empezó a respirar y a vivir de nuevo.

Después en Milán Antonio fue en coche a su casa, ella bajó a la calle, se sentó en el coche descapotable y con la mano derecha se puso a toquetear los botones del salpicadero. Estaba pálida y chupada. Era una sombra de la Laide de siempre, incluso parecía haberle crecido la nariz, pero para él seguía siendo su amor.

Entonces ella le preguntó si podía pagarle el alquiler unos meses más.

«¿Por qué debería pagarte el alquiler?», le respondió él. «¿Qué obligación tengo? ¿Tú qué me das a cambio?», añadió y lo hacía para no darse por vencido a la primera, pero sabía perfectamente cómo acabaría la cosa.

«Yo no tengo nada que darte», le respondió Laide, «lo único que puedo darte es esta persona mía, si no te da asco».

Dijo precisamente «persona» y no «cuerpo», tal vez sin darse cuenta siquiera había empleado la expresión correcta. Y no hubo más discusiones ni celos ni ardides ni mentiras, la historia volvió a empezar lentamente y ni él ni ella hablaban de lo sucedido. Nunca, pero es que nunca, le habría contado Laide la verdad, los engaños, los ardides, las intrigas, las lujurias. Era como si las trolas fuesen su bandera desesperada, de la que no renegaría ni aun a costa de su vida, era lo único que él no podía pedirle, su pudor radicaba extrañamente en eso, en sus descarados secretos y, sin embargo, por la noche todo parecía haberse vuelto físicamente fácil, justo y humano.

Se irguió para sentarse en la cama; abajo, en la calle, pasaban pocos coches, debían de ser las dos o las tres, al cabo de poco la noche empalidecería y un hálito de aire fresco empezó a entrar en la alcoba. Volvió a observarla, a saber qué estaría soñando, minúsculas vibraciones nerviosas a saltos movían de vez en cuando los dedos de sus manos, perfectamente unidas como en las estatuas medievales. ¿Feliz? Por primera vez después de un tiempo que, al pensarlo, le parecía inmenso había cesado aquel tormento a la altura del esternón, ya no tenía aquella barra de hierro candente clavada un poco por debajo del estómago, precisamente como aquella mañana en que, al despertar, se había hecho la ilusión de estar curado, pero poco más de una hora después, mientras cruzaba los jardines, había vuelto a sentirse de repente en el infierno. ¿Se repetiría también la ilusión aquella vez? No, del sueño de ella, tan abandonado y confiado, le llegaba una sensación de piedad y paz, como una caricia invisible. Sin dejar de estar boca arriba, Laide tuvo un breve estremecimiento, murmuró minúsculos lamentos, voces rotas e incomprensibles como las de los perritos que sueñan. Antonio le pasó una mano por la frente, empapada en sudor.

Entonces Laide abrió los ojos.

«¿Qué ocurre? ¿Qué haces?», balbució con la boca pastosa del sueño.

«Nada», le respondió, «estaba mirándote».

La voz de ella, extrañamente apacible y reflexiva, con aquella erre tan marcada, resultaba un sonido curioso en la noche.

«Oye, Antonio, tengo que decirte una cosa».

Calló un momento. Nunca -le pareció- había estado la casa tan dormida y silenciosa.

«Este mes», dijo Laide, «no me ha venido la regla».

«¿Y qué?»

«Pues nada. Yo quiero tener una niña».

Sonrió. En la penumbra la sonrisa era un pequeño centelleo blanco, casi fosforescente. Él tuvo una sensación nueva. Aunque hubiera sabido cómo, no habría tenido tiempo de responder. La sonrisa de Laide desapareció lentamente y también los párpados, reabsorbidos por el sueño. Pero, aunque había muy poca luz, Antonio vio que de aquella sonrisa había quedado un reflejo mínimo en las comisuras de los labios y le daba luz:

«Pues nada. Yo quiero tener una niña».

El eco de aquellas palabras perduraba aún en el aire de la alcoba, no había llegado aún al fondo del silencio y dentro de él tañó cuatro o cinco veces. Ahí estaba, pues, la chiquilla tremenda y sin corazón que había de llevarlo a la ruina. ¿Qué le había sucedido? ¿Quién la había cambiado? ¿Qué le había infundido aquel deseo tan diferente del bullicio de los night-clubs y de los amores de pago?

Nadie la había cambiado, había sido siempre así, los falsos mitos entre los cuales se había movido -selva ambigua y cruel- no le pertenecían. En el fondo de su alma anidaban, transmitidos a través de vías recónditas por antiguas venas de sangre, los deseos de las alegrías sencillas y eternas, domésticas, tranquilizadoras, triviales tal vez, que son la sal de la Tierra.

¿Habría dejado de existir de improviso el mundo secreto, pecaminoso y depravado que había tras Laide y del que parecía proceder? ¿No había existido nunca? ¿Se habrían disuelto los aviesos y fascinantes telones? ¿Se convertían los fantasmas peligrosos en buena gente cualquiera o desaparecían en abatido tropel allí al fondo, reabsorbidos por las húmedas y negras callejuelas de la vieja ciudad? ¿Perdería así Laide la aureola de novela? ¿Perdería el enigma? ¿Dejaría de ser inalcanzable? ¿O había aún más misterio en la muchacha sola y remota que, tras haberlo pensado largamente, corría el riesgo y el peligro de traer al mundo una criatura, pese a que la vida no le prometía otra cosa que desprecio, escarnio y deshonor?

Mientras avanzaba con esfuerzo el caliginoso amanecer de Milán, la golfilla dormía, apaciguada, con su petulante naricita hacia arriba. ¿Había vencido o había perdido su pequeña guerra, día tras día, reñida con dientes apretados, con desvergüenza, juventud y trolas? Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Acaso no la había obligado él, el propio Antonio -como sostenía Piera-, a defenderse y a mentirle? ¿Y acaso no tenía ella el derecho a ser una sinvergüenza? ¿Entonces comprendía él, Antonio, por fin quién era Laide y que sus miserias no habían salido de ella, sino que se había visto obligada a vivirlas día tras día por la ciudad, por los hombres, también por Antonio y no había culpa ni maldad ni vergüenza ni motivo de desprecio o castigo?

¿Y duraría aquella paz, aquella tregua? ¿Podría bastar la maternidad para apagar en aquella criatura incomprensible el ansioso gusto por la ficción y el embeleco? ¿No volverían a brotar de su extraño corazón, a un tiempo impertérrito y espantado, contra él, las insaciables y tortuosas espinas? ¿Cómo lograría renunciar a su mundo de secretos inconfesables, a la coraza de mentiras fantásticas, fuera de la cual parecía no poder vivir? ¿Se presentarían para Antonio nuevas y más tormentosas angustias?