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Tras ceder la tensión, en aquella tregua, mientras ella, boca arriba y con las manos cruzadas sobre el pecho, seguía con su sueño puro y él, sentado a su lado, rozaba con la piel el muslo de ella, el largo muslo de bailarina, en tiempos desencadenado en el rock and roll, piernecita cargada de arrogancia que a saber con cuántos muslos de hombres se habría trenzado, pero en aquel momento ya no existía depravación, si es que se había tratado en verdad de depravaciones, porque aún no había entendido bien: ya volvía el pensamiento antiguo que durante tantos meses le había hecho olvidar la enfermedad.

Porque él había estado como una piedra atada a una cuerda a la que hacían girar más rápido, cada vez más rápido y la hacía girar el viento, el vendaval del otoño, la desesperación, el amor, y así, girando como loco, ya no se distinguía su forma, se había vuelto como un anillo fluido y palpitante.

Él era un caballo de tiovivo y de repente el tiovivo se había puesto a girar como un loco, rápido, cada vez más rápido, y quien lo hacía girar así era ella, Laide, era el otoño, era la desesperación, el amor. Y girando así como loco, él, el caballo, había perdido la forma de caballo, ya no era otra cosa que un festón blanco vibrante, una cortina vibrante de color blanco con franjas doradas, ya no era él, era un ser al que nadie conocía antes y con el que resultaba imposible comunicar, porque él no escuchaba a nadie, no podía escuchar, sólo se escuchaba a sí mismo silbar al viento, para él nada existía, aparte de ella, Laide, aquella espantosa caída, y en el torbellino no podía siquiera ver el mundo en derredor; más aún: toda la vida restante había dejado de existir, ya no existía, nunca había existido, el pensamiento de Antonio estaba enteramente absorbido por ella, por aquel torbellino, y era un sufrimiento, era algo terrible, nunca había girado él con semejante ímpetu, ni había estado nunca tan vivo.

Pero, mira por dónde, el tiovivo se había detenido, mira por dónde, la piedra atada a la cuerda, el caballo, se había solidificado en forma de caballo y la piedra atada a la cuerda ahora colgaba inmóvil y por fin se conseguía distinguirla: era una piedra. Antonio ya no giraba arrastrado por la tormenta, Antonio estaba parado, había vuelto a ser Antonio y empezaba a ver el mundo de nuevo como antes.

Por la noche miraba en derredor. ¡Dios, Dios! ¿Qué es esa torre grande y negra que sobresale? La vieja torre que se le había quedado siempre hundida en el alma desde niño, pero, poco antes, en el torbellino, se había olvidado completamente de la terrible torre, la velocidad, el precipicio le habían hecho olvidar la existencia de la gran torre inexorable y negra. ¿Cómo había podido olvidar una cosa tan importante, la más importante de todas las cosas? Ahora estaba de nuevo allí, se erguía, terrible y misteriosa, como siempre; más aún, parecía bastante mayor y más cercana. Sí, el amor le había hecho olvidar completamente que existía la muerte. Tanta era la fuerza del amor, que durante casi dos años no había pensado -precisamente él, que siempre había tenido esa obsesión en la sangre- en ella ni siquiera una vez, parecía un cuento. Y ahora, de improviso, había vuelto a aparecer ante él, dominaba por sobre él, la casa, el barrio, la ciudad, el mundo con su sombra y avanzaba lentamente.

Pero, entretanto, ella, llevada por el sueño, inconsciente del daño que había hecho y haría, planeaba bajo los tejados, las claraboyas, las terrazas, las agujas de Milán, era algo joven, pequeñísimo y desnudo, era un tierno y blanco granito suspendido, polvillo de carne, o de alma tal vez, con un adorado e imposible sueño dentro. A través de la estratificación de calígines, el reverbero rojizo de los faroles aún encendidos la iluminaba dulcemente y la hacía resplandecer con piedad y misterio. Era su hora, sin que ella lo supiese había llegado para Laide la gran hora de la vida y mañana tal vez fuera todo como antes y volverían la maldad y la vergüenza, pero, entretanto, ella, por un instante, estaba allí por encima de todos, era la cosa más bella, preciosa e importante de la Tierra. Pero la ciudad dormía, las calles estaban desiertas, nadie, ni siquiera él, alzaría los ojos para mirarla.

Dino Buzzati

Dino Buzzati nació en Belluno, en el Véneto, en 1906 y murió en Milán en 1972. Redactor y corresponsal del diario milanés Corriere della Sera, fue autor de novelas, cuentos y obras de teatro, escenógrafo y pintor. Su fama fue relativamente tardía e insuficiente para su calidad literaria abrumadora. Hoy sigue siendo descubierto fuera de Italia y es, para muchos, uno de los grandes escritores europeos del siglo XX. Se han destacado de su obra el estilo sobrio y los elementos enigmáticos y simbólicos y se han señalado las influencias surrealistas y de Kafka. Albert Camus fue lector y traductor de Buzzati. Ha sido comparado con Italo Calvino, con quien comparte el gusto por la fantasía alegórica. Entre sus obras más celebradas se suelen destacar El desierto de los tártaros, Un amor, El secreto del Bosque Viejo y algunos de sus cuentos.

Aunque Buzzati es un clásico que siempre ha sido reconocido por la crítica y por una considerable legión de seguidores, actualmente hay en España un claro movimiento de recuperación de su obra, con el apoyo inequívoco de la crítica.

Un amor es una obra que, por su tema y por su construcción, difiere sustancialmente del resto de las novelas de Buzzati, aunque tiene en común con ellas su gran calidad, un trasfondo de preocupación ética y, por momentos, una poesía, en los que reconocemos al Buzzati del resto de su obra. Novela de gran intensidad literaria, el argumento absorbe al lector desde la primera página. El escenario urbano es ya inusual en las novelas de Buzzati y cabe decir que la ciudad es uno de los protagonistas de la novela. El tema, el amor, es también inusual en la obra de Buzzati, y es aún más llamativo el contenido erótico de la novela, que desempeña un importante papel en la misma, merced a un realismo que nos lleva a pensar en Naná de Zola. Lo audaz del enfoque y la sinceridad del autor en el reflejo de sus pasiones son valores que refuerzan esta obra, la más intensa de Buzzati. En ella se narra la historia de un enamoramiento, de una experiencia personal turbadora que absorbe a su protagonista, víctima de una pasión descarnada e inusitada que, en palabras de Achille Di Giacomo, Buzzati nos retrata «en su significado más intenso, implacable e inequívoco, propio del preludio de Tristán de Wagner». El realismo que eligió Buzzati para construir Un amor, inusual en él, se acompaña de un diálogo interior del protagonista que, como reflejo de su pasión desbordada, confiere auténtico nervio a la obra. Por esta vía, no obstante, Buzzati sorprende al impregnar la acción gradualmente de poesía y de reflexión a veces sublime, en torno a una suerte de amor que se diría alejado de esos ámbitos.