Выбрать главу

«Muy bien», dijo la señora Ermelina por teléfono, «una de las dos».

Pero en el último momento le habían avisado de que había ensayo y telefoneó para anular la cita.

«Paciencia», dijo la señora Ermelina, «ahora hace falta que la encuentre por teléfono para decirle que no venga».

«¿A quién?»

«Había quedado con Laide».

«Lo siento, pero no ha sido culpa mía».

No importaba. En el fondo, él iba por vicio más que por una verdadera necesidad, por la satisfacción de probar, por el indefinible placer de gozar de una muchacha hermosa y casi desconocida, que durante veinte o treinta minutos pasaba a ser suya, como una esposa, y podía ser que se tratara de una criatura bellísima, a la que por la calle todos se volvían a mirar, pero, cuando estaba a punto de entrar en el escenario, se le ocurrió que Laide debía encontrarse también allí, pues en el ballet participaba todo el cuerpo de la escuela.

Avanzó por el escenario un poco cohibido: para él, ajeno a la compañía, las bailarinas eran mujeres, antes que artistas, y era la primera vez que las veía tan de cerca.

En el proscenio había seis o siete sillas: para el coreógrafo, Vassilievski, la directora de la escuela de baile, el compositor, que había llegado expresamente de París, el director de orquesta, el maître-de-ballet y los demás. Más allá, en un piano vertical, un maestro substituto hacía las veces de orquesta.

El telón estaba levantado, pero la sala estaba inmersa en la obscuridad. Sólo unas bombillas iluminaban con luz blanca las tablas. Más arriba y detrás, se abría el misterioso antro del escenario, en un fantástico enredo de decorados enrollados, cuerdas, pasarelas, mecanismos extraños, balcones: perspectivas vertiginosas que dejaban intuir un mundo propio, complicadísimo, fascinante y absurdo. Los decorados que había diseñado él no estaban listos. De fondo, estaba la clásica representación en perspectiva de un claustro, tal vez usada para La fuerza del destino.

Se hicieron las presentaciones, le ofrecieron una silla, lo trataban con cortesía respetuosa, como a un huésped que no estuviera al corriente de las cosas de la familia. En realidad, aquel día podría perfectamente no haber acudido. Aún no se había empezado a preparar el vestuario, pero el maestro de ballet, mientras el pianista atacaba las primeras notas, se le acercó para decirle que Clara Fanti, primera bailarina, quería pedirle algunas aclaraciones sobre el vestido concebido para ella y sonreía de modo alusivo, como diciendo: "Ya sabe usted perfectamente que éstas siempre han de poner alguna pega".

En aquel instante se dio cuenta de que los decorados y el vestuario ya le importaban un comino. Si hubiese sido sólo por eso, ni siquiera habría acudido probablemente. Una vez acabado un trabajo, por lo general dejaba de interesarle, tal vez por pereza, que, sin embargo, en la práctica se convertía en una norma sensata. Él había acudido por Laide, hasta aquel momento no se había dado cuenta y ahora sentía una impaciencia angustiosa.

Entró un tropel de bailarinas, unas diez o doce: eran las sombras de la noche. Naturalmente, ninguna iba vestida como en la representación: todas llevaban leotardos negros, iban sin maquillaje y con el pelo sujeto, si acaso, con una cinta o un pañuelo en la frente. La mayoría eran delgadas y con aquel aspecto daban una impresión de desenvoltura ostentada, dejadez, suciedad incluso por las señales blancas de polvo en las rodillas, los codos, el trasero. Sin embargo, esa propia dejadez infundía a las muchachas un aire provocativo o insolente. Muy pronto, entre otras cosas porque los leotardos modelaban sus jóvenes cuerpos hasta los menores pliegues y curvas, Antonio se dio cuenta de que estaban infinitamente más deseables que con el elaborado esplendor de un vestido para la representación.

Al verlas así de cerca, atentas a las obligaciones del trabajo, sin maquillaje ni cola de pavo real, tan sencillas y sin acicalar, más desnudas que si lo estuvieran de verdad, Dorigo comprendió de improviso su secreto, por qué desde hacía infinidad de siglos las bailarinas eran el símbolo mismo de la hembra, de la carne, del amor. El baile era -comprendió- un símbolo maravilloso del acto sexual. La regla, la disciplina, la férrea y con frecuencia cruel imposición a los miembros de movimientos difíciles y dolorosos, el constreñimiento de aquellos jóvenes cuerpos virginales para que mostraran las perspectivas más recónditas en posiciones extremadamente tensas y abiertas, la liberación de las piernas, del torso, de los brazos en su disponibilidad máxima: todo eso era para la satisfacción del hombre, a la que las bailarinas se abandonaban con ímpetu, sufrimiento y sudor. Y la belleza radicaba precisamente en ese abandono apasionado e impúdico. Sin que lo sospecharan ni remotamente, se trataba de toda una ostentación, un ofrecimiento, una invitación a la unión carnal. Aquellas bocas entreabiertas, aquellas blancas y tiernas axilas abiertas de par en par, aquellas piernas separadas como por un espasmo, aquel ofrecimiento del pecho en holocausto, como arrojándose entre los ardientes brazos de un dios invisible e insaciable. Con sabiduría genial, los grandes coreógrafos habían estilizado ese fenómeno sexual en actitudes aparentemente castas y aceptables por todos, pero la carga permanecía por dentro, de modo que, para quien supiera verlo, una secuencia de pasos clásicos lograba un efecto mayor con mucho que la lúbrica danza del vientre de una bailarina de estriptis en un night-club. Eran cosas que, naturalmente, nadie se atrevía a confesar en voz alta ni escribir, en virtud de esa conjura general y absurda de hipocresía que oculta el mundo del amor.

La danza no era -descubrió Dorigo- otra cosa que un desahogo lírico del sexo: todo lo demás no podía ser otra cosa que decoración o idiotez. Los bastos y lascivos ofrecimientos carnales de las prostitutas de burdel resultaban una comedia ridícula en comparación con las seducciones alusivas y tan pícaras de las bailarinas, que penetraban en lo profundo, y cuanto mejor era una bailarina, cuanto más audaces, perfectas, ligeras, armoniosas y acrobáticas eran sus prestaciones, más intenso era en quien la contemplaba el deseo de abrazarla, estrecharla, palparla y acariciarla, en particular en los muslos, de poseerla hasta el fondo.

Entró un tropel de bailarinas, debían de ser unas diez o doce: eran las sombras del crepúsculo.

En aquel primer grupo no estaba ella. Por un instante, con un sobresalto interior, le pareció reconocerla en la tercera, una morenita de media estatura. Con los rápidos movimientos que hacían, no era fácil distinguir bien. Después la morenita, girando sobre sí misma, se acercó y se detuvo de golpe, junto con sus compañeras, con una pierna alzada hacia atrás, en equilibrio sobre la punta del otro pie. Así se presentó de perfil y él comprobó que la nariz era completamente distinta.

Más tarde entró la primera bailarina, después hubo un paso de dos, luego el grupo de antes intervino trabando un episodio colectivo. La sesión iba para largo. Aunque el equipo estaba ya bastante preparado y tenía ya metido el ballet en las piernas, Vassilievski, que iba vestido como con un mono, interrumpía con frecuencia, más que nada, tal vez, por el gusto de la exhibición personal, y repetía sin música tal o cual paso, recalcándolo con gritos curiosos: "La, la, ta-ta, la". Ya tenía años, debía de estar próximo a los cincuenta y, sin embargo, el arranque, la precisión, la elegancia, ya que no la potencia muscular, eran aún los de su época dorada, cuando lo consideraban uno de los dos o tres primeros bailarines del mundo.

Por último, intervinieron las ocho luciérnagas, todas jovencísimas y menuditas, también ellas con aquel aspecto descuidado y desaliñado, como obreras que en el trabajo ya no procuran gustar; total, los espectadores de la prueba no las juzgaban por su belleza y, en cuanto a Dorigo, nuevo en aquel ambiente, ninguna de las bailarinas parecía haber advertido aún su presencia, pero tampoco entre las luciérnagas estaba Laide.

Siguió la agitación de una decena de murciélagos -hombres ésos- con los cuales Vassilievski tuvo mucho que hacer, corrigiendo, rectificando, modificando, inventando sobre la marcha nuevos movimientos. Sólo con los murciélagos, entre pruebas y repeticiones, pasó una buena media hora.