Выбрать главу

Había ampliado mucho sus tierras y diversificado las cosechas. Isola Magia siempre había cultivado las uvas Barbera, que se empleaban para fabricar un delicioso vino tinto seco. Pero ya había incorporado la cepa Barela, más oscura, y la vivaz Brachetto.

– Fue gracias a ella -explicó Franco-. Rosemary tenía un don especial para los negocios. Se empapó con los detalles del comercio de la uva y me convenció para que nos expandiéramos -sonrió-. Mi madre se mostró muy irritada. Dijo que Rosemary debería quedarse en casa para cocinar, aunque no sé cómo podría haberlo hecho cuando mamá jamás salía de la cocina. No sé. Entonces mamá dijo que era un insulto para papá, porque aún era oficialmente el jefe del negocio.

– Recuerdo a tu padre -comentó Joanne-. Era el hombre más campechano que jamás he conocido.

– Tienes razón. Claro que no se sintió insultado. Mientras pudiera comer y beber con sus amigos, no le importaba nada de lo que sucediera. Además, su salud empezaba a fallarle. Se había ganado jubilarse.

– ¿Y a ti no te importó que Rosemary realizara cambios en el negocio?

– Éramos como una persona -repuso con sencillez-. ¿Dónde terminaba ella y empezaba yo? Nunca lo supe.

Se detuvieron en una pequeña taberna y bebieron unos vinos que el posadero les aseguro que estaban hechos con uvas de Isola Magia. Comieron un antipasto piamontese, un plato de carne cruda macerada en zumo de limón con trufas asadas, trucha con espliego y albóndigas.

– No puedo más -protestó Joanne.

– Pero si sólo han sido unos aperitivos.

– Para mí ha sido una comida completa.

– De acuerdo, pararemos aquí luego -Franco jugó un momento con su comida antes de añadir-: La querías de verdad, ¿no? Creo que no lo supe hasta hoy.

– Sí, mucho. Durante largo tiempo estuvimos muy unidas.

– Rosemary hablaba de ti como una hermana, a veces como una hija.

– Lo mismo me parecía a mí -corroboró, despacio-. Yo tenía seis años cuando mis padres murieron. Ella le pidió a su madre que me dejara vivir con ellos. No creo que la tía Elsie se mostrara muy entusiasmada. Era viuda. Pero Rosemary no cejó, y me fui a vivir con ellas. Cuando la tía Elsie murió, Rosemary sólo tenía dieciocho años, pero se convirtió en mi madre. Y fue una madre maravillosa. Tendría que haber estado saliendo por ahí, teniendo citas, divirtiéndose, pero lo hizo todo a un lado para cuidar de mí. Perdió un montón de novios por ello.

– Entonces estoy en deuda contigo -alzó la copa-. Tú la mantuviste libre para mí. ¿Qué pasa? -sus ojos intensos habían captado el cambio en el rostro de ella-. Has pensado en algo. Dímelo.

– De pronto recordé el don que tenía para escribir pequeños versos… ella los llamaba coplas burlescas. Había una junto a mi plato del desayuno la mañana que me esperaba un examen importante. Me hizo reír, pero también ayudó a que me sintiera segura y querida. Quizá por eso aprobé. Rosemary podía conseguir eso y más para los demás.

– Sí -musitó él-. Podía.

– ¿Te escribió a ti esos versos?

– Solían caerse de mis calcetines -sonrió-, por lo general cuando tenía prisa. No siempre los aprecié como debería. Solía decirle: «Cara, por favor», pero ahora ya no están. Si supieras lo que daría porque un trozo de papel apareciera en el cajón de los calcetines. Nico los echa de menos incluso más. Ella solía cantarle canciones al acostarlo. Me alegro de que supieras una anoche. Significó tanto para él.

– ¿Te habló alguna vez de que algún día anhelaba escribir un «poema de verdad»?

– Sí. Lo ambicionaba, pero al final no lo consiguió. «Un poema que signifique algo de verdad», solía decir ella.

– Todo lo que hacía Rosemary significaba algo -dijo Joanne-. De no ser por ella, me habrían llevado a un orfanato, y probablemente habría terminado yendo de un hogar adoptivo a otro. Me salvó de eso, y siempre me prometí que algún día haría algo por ella para darle las gracias por todo.

– ¿Lo hiciste? -preguntó Franco al percibir una extraña nota en su voz.

– Sí -repuso, pensando en los años que se había mantenido lejos de él por miedo a nublar la felicidad de Rosemary-. Lo hice.

– ¿Vas a contarme qué fue? -inquirió, pasado un momento.

– No, no puedo. Era entre Rosemary y yo, y ni siquiera ella lo supo.

– Lo próximas que debíais estar a pesar de la distancia. Tú guardas los secretos de ella, y ella guardó los tuyos.

– ¿A qué te refieres?

– Cuando volvió de visitarte en Inglaterra, comentó algo muy extraño. Dijo que al fin había entendido por qué nunca venías a vernos.

– ¿Te dijo a qué se refería? -se quedó muy quieta, sin mirarlo.

– No. Pero por primera vez pareció feliz por ti. Le había entristecido mucho que no vinieras, pero a partir de ese momento dejó de sentirse así. Dijo que lo mejor que había pensado sobre ti era verdad. ¿Por qué? ¿Qué sucedió entre vosotras?

– Nada especial. Fue maravilloso tener a Nico y a ella conmigo. Charlamos y fuimos de compras, vimos la televisión. Cosas corrientes.

– Debiste decirle por qué nunca viniste a vernos.

– No. Jamás se mencionó. Ni una sola vez.

– Entonces, ¿qué comprendió? ¿Y cómo?

¿Era posible que, de algún modo, su prima hubiera adivinado la verdad? La idea cortaba el aliento.

– ¿Qué fue? -demandó Franco, observándola-. Lo has recordado, ¿verdad?

– Franco, por favor, no puedo hablar de ello. Puede que me equivoque…

– No lo creo. Ambas os comprendíais.

– Sí. Empiezo a darme cuenta de la profundidad de esa comprensión.

Él hizo una mueca y se encogió de hombros al ver que Joanne lo miraba con curiosidad.

– No es nada -dijo con brusquedad-. Es que… estoy celoso. Es una estupidez, pero estoy celoso. No me gusta pensar que se siente próxima a otra persona que no sea yo. Salvo Nico.

– ¿Sabes que hablas de ella en tiempo presente?

– ¿Sí? Tal vez. Aún es muy real para mí.

– ¿Estabas celoso mientras vivía?

– Soy un hombre celoso. Lo que es mío, es mío. Lo que pasa es que nunca me dio motivos. Ni yo a ella. Jamás me sentí tentado -vació la copa-. Si estás lista, vámonos.

Birba se movió un poco al montarla de nuevo. Joanne casi había olvidado que la yegua la ponía nerviosa, pero en ese momento el animal comenzó a mover la cabeza, en ningún instante fuera de control, pero tampoco lo bastante tranquila como para que ella se sintiera cómoda.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Franco.

– Sí -repuso con valentía.

Pusieron rumbo a casa y cabalgaron durante una hora antes de que él se detuviera junto a una corriente.

– Descansemos aquí un rato. Los caballos agradecerán poder refrescarse un poco.

Mientras hablaba, desmontó. Joanne estaba a punto de hacer lo mismo cuando oyó un zumbido. Una avispa daba vueltas alrededor de su cabeza. Agitó la mano para espantarla, pero con ello consiguió que se trasladara a la cabeza de Birba; de pronto la yegua se alzó sobre las patas traseras con un relincho. Al siguiente instante salió al galope, con Joanne aferrada a ella.

Oyó a Franco gritar. Birba parecía ir cada vez más deprisa, saltando sobre setos y zanjas como si no fueran nada. Joanne estaba aterrada, y sabía que caería en cualquier momento.

A su espalda oyó el sonido de cascos y giró la cabeza lo suficiente como para ver a un hombre joven en un caballo negro que poco a poco le daba alcance. Cuando llegó a su lado, estiró el brazo para asirla por la cintura y levantarla para acomodarla en su propia montura. Joanne se aferró a él y sintió que el animal reducía la velocidad mientras Birba continuaba su galope.