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Aún llevaba la falda amplia sobre el biquini. Franco hizo a un lado las tiras y luego soltó la presilla a su espalda. Joanne tenía los pechos llenos por la potencia de su deseo, con los pezones como dos cumbres orgullosas. Supo que al verlos y tocarlos comprendería la pasión que sentía por él. Respiró hondo cuando bajó las manos para cubrirlos en su totalidad.

La delicadeza de él fue una revelación. La acarició como si pudiera romperse, o quizá lo que temía quebrar era el hechizo que había entre ellos. Se quitó la camisa por la cabeza y la atrajo hacia su pecho. La sensación fue tan grata que ella jadeó.

Perdida en esa experiencia, apenas notó cuando él soltó la hebilla de la falda y ésta cayó. Con gentileza le quitó el resto de la ropa, luego se desprendió de la suya para conducirla hasta la cama y tumbarla con él. Se apartó un poco para mirar su cuerpo esbelto y elegante, la diminuta cintura, los pechos firmes y generosos. Se alegró por él, porque quería darle un regalo perfecto.

El cuerpo desnudo de Franco fue un deleite para Joanne. Lo había visto en pantalones cortos y conocía el ancho torso y los muslos musculosos. Pero la promesa de sus caderas estrechas y poderosas hizo que la sangre le hirviera. Quiso que le hiciera el amor en ese momento, pero qué dulce era yacer allí, dejando que él la preparara despacio y con ternura para el gozo que iban a sentir.

Allí donde él posaba la mano Joanne era consciente de unas sensaciones sobre las que sólo había soñado; se entregó a ellas con ansiedad. Franco pegó la cara entre sus pechos, amándola con suavidad con los labios y la lengua. Ella plantó las manos detrás de su cabeza y se arqueó, buscando un placer más hondo de sus hábiles manos y boca. Con cada movimiento sentía que un torrente de fuego corría por su cuerpo, hasta que sólo fue un centro de placer palpitante.

Ella había temido su inexperiencia, pero la fuerza de su amor desterró todas las dudas e hizo que todo surgiera de forma natural. Supo cuándo estuvo listo para colocarse encima de ella, y con fervor le dio la bienvenida. En el momento de su unión percibió su sorpresa al descubrir que era virgen, aunque en ese instante todo se perdió en la fusión de las sensaciones y emociones.

Joanne se movía con facilidad y naturalidad a su ritmo, dejando que él la guiara. Gimió de placer en voz baja, deseando más al tiempo que confiaba en él para lo que iban a experimentar. Al mirar su cara, vio su sonrisa de reafirmación y le respondió con una propia. En esa sonrisa estaba su corazón. Si después de aquello su vida se convertía en un desierto, aún tendría ese momento de júbilo.

Movió los labios sin pronunciar palabra. El placer subía en una espiral, transportándola en él. Su respiración se aceleró al sentirse atrapada en una fuerza que se hallaba más allá de su control. Cuando tuvo lugar la explosión de placer, sintió los brazos fuertes de él a su alrededor, protegiéndola mientras alcanzaban la cima y caían en un remolineante abismo.

Pero Franco seguía allí, abrazándola mientras temblaba. Cerró los ojos y se aferró a él, sintiendo que el éxtasis se convertía en satisfacción. Al fin había llegado a casa, y era un lugar maravilloso, como siempre había sabido que sería.

Capítulo Diez

Cuando Joanne despertó, se quedó un rato con los ojos cerrados. Tenía la seguridad de que cuando los abriera se encontraría sola.

Pero al mirar vio a Franco sentado junto al ventanal, enfundado en un albornoz sin apartar la vista del lago. Reposaba una mano sobre la rodilla alzada y tenía la cabeza apoyada en la pared.

Aunque ella no se movió, algo pareció indicarle que estaba despierta; giró la cabeza y le sonrió. Esa sonrisa alivió el corazón de Joanne. No exhibía tensión, casi era de felicidad.

– Buenos días -dijo él.

– Buenos días -le sonrió.

Se acercó a la cama con las manos extendidas. Ella tomó una mientras Franco se sentaba a su lado. Aún sentía la piel viva por lo experimentado la noche anterior.

– Tendrías que habérmelo dicho -comentó con suavidad-. Jamás soñé que pudiera ser posible. Eres tan hermosa, tan cálida. ¿Cómo puedo ser el primer hombre en descubrirlo?

– He viajado tanto -repuso con rapidez-. No he tenido tiempo de conocer a gente. Siempre había otro cuadro que copiar en el siguiente horizonte.

– Sí, tu vida ha estado llena de imitaciones. Pero lo sucedido anoche… no fue una imitación.

– ¿No? -lo miró fijamente.

– Sólo estabas tú en mis brazos, y en mi corazón. Créelo, Joanne. ¿Acaso tu corazón no lo sabía antes de que te lo dijera?

– Creo que sí. Pero quizá…-apoyó una mano en sus labios-… quizá no importe ahora mismo.

– Tienes razón -se inclinó para besarla-. Algunas cosas son demasiado frágiles para hablar de ellas. Pero debemos hablar… en algún momento.

– Sí, en algún momento -coincidió-. Pero todavía no.

Durante el desayuno Nico insistió en ir a nadar otra vez. Franco aceptó, pero añadió:

– Aquí no, ya que nos veremos invadidos por los Terrini.

Partieron en coche hasta Bordolino. Allí la playa estaba más preparada para los turistas. Nadie los conocía, y pudieron pensar sólo en ellos.

Franco y Nico fueron a comprar unos helados mientras Joanne se estiraba en la arena. Necesitaba tiempo para pensar, para reconciliarse con la nueva persona que era aquella mañana.

Comprendió que si Franco había estado congelado en el tiempo, lo mismo le había pasado a ella; había estado congelada para su amor de tantos años atrás. Desde su nueva perspectiva parecía más un enamoramiento adolescente por el énfasis puesto en ser la elegida y amada. Pero en ese momento lo amaba como una mujer y quería dar más que recibir. No había nada que no hiciera por él, sin importar el precio.

Cuando regresaron aceptó el helado que le ofrecieron y un poco distraída se unió a la conversación.

– Por favor, papá, ¿podemos ir al agua ahora? -rogó Nico.

– ¿Vienes con nosotros? -Franco se levantó.

– No, tomaré el sol un rato más.

Los observó con ternura al verlos correr al agua. Franco arrojaba a su hijo al aire para dejarlo caer en el agua, pero siempre bajo la protección de sus brazos.

Entonces algo le sucedió a Joanne que hizo que su sonrisa se desvaneciera, sustituida por una expresión de concentración. Acercó el bolso y sacó el cuaderno de dibujo. Comenzó a trazar líneas con la intención de capturar la esencia de esas figuras en movimiento.

Se olvidó de su entorno, ajena a todo menos a la excitación que la invadía. Supo que lo que dibujaba era bueno. Rebosaba vida y convicción, instigado por el amor que sentía por el hombre y el niño. Llenó una página tras otra, llevada por un impulso creativo que no conocía desde sus tiempos de estudiante, cuando aún se consideraba una artista.

Al ver que Nico y Franco se acercaban a la carrera, un instinto profundo hizo que guardara el cuaderno.

– ¿Vamos a comer algo? -preguntó él al llegar a su lado.

– No, creo que voy a ir a meterme en el agua -se levantó-. No hace falta que vengáis conmigo.

Quería estar a solas para pensar, así que se adentró en el agua y luego se volvió hacia la playa. Padre e hijo jugaban con una pelota. Su cerebro actuó como una cámara y registró muchas instantáneas de ellos. Una imagen tras otra se grabó en su cerebro, mareándola por lo que le estaba sucediendo.

Almorzaron en una pequeña trattoria. Ella comió y bebió lo que le pusieron delante, y sólo participó de forma mecánica en la conversación. Sus dos hombres la contemplaron consternados. Estaban acostumbrados a disfrutar de toda su atención.

– ¿Sucede algo? -inquirió Franco.

– No, todo es maravilloso -repuso-. He hecho algunos dibujos, y me siento complacida con el resultado -pero no les contó más. Era demasiado pronto, y aún no se sentía segura.