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– Sí, pero yo ya empezaba a crecer, a buscar una mujer a la que pudiera amar de verdad. Si no hubiera conocido a Rosemary, creo que, algún día, habrías sido tú. Pero no entonces. Eras demasiado joven, y no estábamos listos el uno para el otro como sucede ahora. Pero la conocí y la amé, y no pensé en nadie más mientras ella vivió. Ni siquiera en ti.

– Me alegro. No habría querido quitarle nada a Rosemary.

– No lo hiciste. Pero ahora… -una sombra atravesó su cara.

– ¿Qué es, Franco?

– Dicen que el hombre que ama más de una vez termina por elegir siempre a la misma mujer. Te amo por las cosas que compartiste con Rosemary; no tu cara, que se parece menos a ella a medida que te voy conociendo, sino tu dulzura y compasión, el modo en que recibes a la vida con los brazos abiertos, la forma en que amas sin pensar en ti misma. Pero también amo las cosas que en ti son diferentes, incluso tu «otro mundo», el lugar al que vas cuando tomas el lápiz y olvidas que existo.

– ¿Y no te importa? No me lo creo.

– Me importa -reconoció con una sonrisa-. No digo que me guste, pero puedo amarlo, porque eres tú. Pero eso es reciente. Durante tu ausencia comencé a darme cuenta del error fatal que había cometido. Pero todavía no podía ir a buscarte porque mis pensamientos seguían confusos y no sabía qué decir.

»Era verdad que Nico te quería para su cumpleaños, pero… -esbozó una sonrisa burlona hacia sí mismo-… si no hubiera sido eso, yo habría encontrado otra cosa. Debía recuperarte y volver a empezar. Mientras conducía a Turín iba demasiado seguro de mí mismo. Y te encontré en brazos de Leo.

– Ya te expliqué…

– Lo sé, pero en ese momento me produjo un impacto desagradable. Y él no dejaba de aparecer.

– No volverá a hacerlo. Además, no creo que me quiera de verdad.

– ¡Al demonio con lo que él quiera! Repíteme que él no significa nada para ti.

– ¿Cómo quieres que te lo diga? -le rodeó el cuello con los brazos.

– Como creas que será más convincente.

– Podrías escuchar mientras lo llamo por teléfono.

– Pensaba en algo todavía más convincente. Ven y deja que te lo enseñe…

Ella respondió con ardor, contenta de estar en sus brazos. Hecho realidad su sueño, quería saborearlo cada momento y redescubrir el gozo con cada caricia dulce. La amó con suavidad y paciencia al principio, luego con vigor y determinación, y por último con una ternura que estuvo a punto de conseguir que llorara.

Fue mucho más tarde cuando escuchó el eco atormentador e incómodo en su propia cabeza. Procedía de la sombra que había cruzado por el rostro de Franco, y le advertía de que en medio de su felicidad había algo muy equivocado.

Unos días después metieron todo en el coche y regresaron a casa. En el último trayecto del viaje el sol se ponía y proyectaba un resplandor coral sobre la tierra. Nico y sus dos compañeros caninos dormían en la parte de atrás. Joanne se volvió un poco en su asiento, para empaparse de la imagen de su amante.

La amaba. Resultaba increíble, pero la amaba. No como un pálido eco de otro amor, sino a ella, a Joanne. Eso había dicho, y era un hombre de palabra.

Sin apartar la vista del camino, Franco estiró el brazo, le tomó la mano y se la llevó a los labios.

– ¿Te casarás pronto conmigo? -preguntó.

– En cuanto tú lo quieras, cariño. Debo acabar mi trabajo, pero no me llevará mucho tiempo.

– Anhelo tenerte como esposa.

– Yo casi me siento asustada. A nadie se le permite ser tan feliz. Algo lo estropeará.

– No lo creo -afirmó él-. Juntos crearemos un mundo que nada podrá destruir.

Joanne recordó que estaba acostumbrada a ver cómo le arrebataban la felicidad en un momento, y decidió no decir nada más.

Al acercarse a la casa iluminada pudieron oír el sonido de dos voces femeninas que discutían. Una pertenecía a Celia, La otra Joanne la reconoció al instante.

Intentó hacer caso omiso del nudo frío que experimentó en el estómago. Sus temores habían vuelto y supo que estaba a punto de suceder algo terrible.

Lo entendió en cuanto entraron en la casa y la madre de Franco se incorporó para recibirlos.

Capítulo Once

– Buenas noches, hijo -dijo Sofía con sonrisa gélida.

Se la veía mayor, más delgada y dura. Su rostro estaba un poco más arrugado y mucho más agrio. Cuando Franco fue a su lado, ella lo abrazó con gesto posesivo.

Él la saludó con afecto, y Sofía dio la impresión de devolver el cariño, pero los ojos que tenía clavados en Joanne eran fríos como piedras. A ella la abrazó con formalidad.

– Es agradable verte de nuevo, después de tanto tiempo -dijo-.Y al pequeño y querido Nico. Deja en el suelo a ese perro sucio y dale un abrazo a tu abuela.

Pegó a su pecho al niño renuente. Nico la abrazó con obediencia, pero sin entusiasmo, y cuando lo soltó se escabulló, recogiendo al cachorro mientras se iba.

– Me encargaré de deshacer la maleta de Nico -le dijo Joanne a Franco.

– No hace falta -Sofía la frenó con una mano imperiosa en el brazo-. No es tarea de una invitada ocuparse de las cosas de mi nieto.

– Joanne quiere mostrarse amable -intervino Franco-. Sabe que tú y yo deseamos estar solos. ¿Cómo te encuentras, mamá?

Él le abrió otra vez los brazos, pero Sofía esquivó su abrazo.

– Un momento -llegó junto a Nico antes de que pudiera subir las escaleras y le quitó a los cachorros-. No permitimos que haya perros arriba. De hecho, han de quedarse fuera -llevó a Pepe y a Zaza a la puerta y los empujó al exterior.

– Papá me deja tenerlos dentro -se quejó Nico, indignado.

– Ahora no, Nico -dijo Franco-.Ve arriba.

El pequeño sacó el labio inferior en gesto rebelde, pero Joanne lo calmó apoyando la mano en su hombro. A Sofía no le pasó desapercibida la sonrisa que le dedicó, y sus ojos, si ello era posible, se endurecieron más.

– No me gusta -musitó Nico mientras abrían su maleta.

– Shhh, Nico, no deberías decir cosas así.

– Pero a ella no le gustaba mamá. No le gusta nadie.

Joanne no tardó en descubrir que Sofía había llegado dos horas antes para revolucionar la casa. La cena que Celia había preparado con todo su cariño para su regreso había sido declarada inapropiada y sustituida por un nuevo menú.

– ¿Por qué ha venido ahora? -preguntó ella.

– Telefoneó ayer, y al enterarse de que el Signor Franco se había ido al lago con usted, dijo: «Comprendo», de un modo especial que indicaba que estaba furiosa.

– Recuerdo cómo solía decirlo -musitó Joanne con inquietud-. Hacía que todo el mundo temblara.

– Sí, temblores -acordó Celia, aunque entonces se alegró-. Pero, después de todo, si el Signor Franco y usted… bueno, ¿qué puede hacer ella?

– Ojala lo supiera -su incomodidad aumentaba por momentos.

La cena fue tensa. Celia se había esforzado al máximo para cambiar todo según las órdenes de Sofía, pero había sido una modificación de última hora. Sofía alabó cada plato con voz metálica, siempre con una insinuación de mejora que convertía el halago en culpa.

Franco intentó que los pensamientos de su madre se tornaran más alegres, y le preguntó por su marido y sus hijos políticos.

– Todos están bien, hijo mío. Por eso me pareció el momento adecuado para visitar a mi verdadera familia.

– Eso es muy cariñoso de tu parte, mamá, pero no hace falta que te preocupes por Nico o por mí.

– Eso, quizá, sea una cuestión de opinión. Pero podemos hablar del tema más tarde. Signorina, ¿disfrutaste de tu estancia en el lago Garda?

– Mamá -protestó Franco-, no puedes llamar de repente a Joanne signorina. La conoces desde hace años, y forma parte de la familia.

– Oh, claro, desde luego. Perdóname, signorina, pero hace tanto que no nos vemos que había olvidado que, de forma lejana, estás emparentada con nosotros. De hecho, llevas tanto tiempo ausente que me pregunto para qué has vuelto ahora.