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– No recuperas un milagro cuando lo has dejado ir. Si nos separamos ahora, será para siempre. Lo siento así.

– Pero no hay salida. Lo que realmente pedimos es la bendición de Rosemary. Y ni siquiera ella puede hacer eso. Abrázame, mi amor. Abrázame y ámame… sólo una vez más.

Se amaron con una ternura superior a la pasión, guardando recuerdos para los largos años de separación. Cuando fueron uno, ella se dijo que siempre sería una con él, que siempre le pertenecería en cuerpo y alma, aunque no volviera a verlo más.

– Mi amor -susurró Franco-. Siempre… siempre…

Siempre, respondió el corazón de Joanne.

Nico se tomó su partida con calma, dando por hecho que volvería pronto, como había sucedido con anterioridad. En algún momento Franco tendría que revelarle que no regresaría jamás, aunque por ese entonces quizá el vínculo que tenía con ella se hubiera debilitado un poco.

Cuando se despedían, Nico le dio un dibujo que había hecho en el que se veía a un hombre, una mujer y un niño.

– Somos nosotros -explicó-. Para que no nos olvides.

– Nunca te olvidaré, cariño -prometió, intentando no desmoronarse.

Franco la llevó a la estación y esperó hasta que subió al tren. Joanne sentía como si se estuviera muriendo. Cuando el tren emprendió la marcha, la abrumó la sensación de que la despedida era para siempre.

– Franco… -alargó la mano con gesto desesperado.

– ¡Por el amor de Dios, vete! -pidió él con voz temblorosa-. Déjame solo con mis muertos.

Capítulo Doce

– Otra semana -suplicó María-. Por favor, queremos que te quedes.

– Pero ya he terminado todos los cuadros -indicó Joanne-. Y me habéis pagado. No tengo excusa para quedarme.

– Salvo que nosotros queremos que lo hagas. La próxima semana daré una fiesta para exhibir los cuadros, y debes estar presente para explicarlos -indicó María con gesto triunfal.

– De acuerdo. Me quedaré hasta entonces.

– Bene. Y en ese momento, ¿quién sabe? Puede que él haya llamado.

– No va a llamar, María. Se ha terminado. Y fue decisión de los dos. Quizá más mía.

– Si dejaste a un hombre así, es que eres stupida -declaró María, saliendo de la estancia indignada.

– Sí -murmuró ella-. Soy stupida. Pero no puedo evitarlo. Jamás habría funcionado. No sin la bendición de Rosemary. Y ya no puede dárnosla.

Había regresado a Turín tres semanas atrás, y muchas veces desde entonces había imaginado que volvía junto a Franco y se casaban, olvidándolo todo por el amor. Serían felices un tiempo. Pero entonces la sombra que pendía sobre ellos se haría más grande y los destruiría. Rosemary le había dado todo a su marido, luego había sacrificado su vida. Él no podía descartar semejante sacrificio con un encogimiento de hombros. Era un hombre de honor, con una marcada conciencia. Cuanto más amara a Joanne, más culpable se sentiría.

Acabados los cuadros de los Antonini, sólo disponía de sus propios cuadros para pasar el tiempo. Completó los de Nico y él. Luego, con algo de temor, comenzó a trabajar en el poblado pesquero, y descubrió que la magia seguía siendo poderosa aunque Franco no fuera el tema. Las imágenes cobraron forma bajo sus diestros dedos. Al fin era una artista de verdad.

Un experto en arte llegó a la villa para inspeccionar sus reproducciones. Resultó ser su viejo tutor de la academia de Turín. Declaró que eran unas copias excelentes y luego, ante la insistencia de María, examinó las pinturas de Joanne. Tras un prolongado silencio, la miró con una sonrisa curiosa en el rostro.

– ¡Vaya! ¿Al fin has encontrado ese «algo» que te faltaba?

– Sí -coincidió.

– Y ahora ya nunca te dejará.

Le pidió que se pusiera en contacto con él cuando tuviera más obras que enseñar, prometiendo que hablaría con un amigo en Roma propietario de una galería. Joanne puso a buen resguardo la tarjeta que le dio.

Tal como prometió, se quedó para la fiesta de María, y cada vez que sonaba el teléfono sufría un sobresalto.

En la fiesta enorgulleció a sus anfitriones. Recibió otro encargo por esa zona, pero lo rechazó.

A la tarde siguiente terminó de hacer sus maletas. Vito y María iban a llevarla al aeropuerto para tomar el avión de la noche rumbo a Inglaterra.

En alguna parte de la casa oyó el sonido del teléfono, aunque por ese entonces se había entrenado para no reaccionar. Vito apareció para ayudarla con el equipaje; bajaron y se dirigieron al coche.

– ¿Dónde está María? -inquirió con exasperación marital-. ¿No viene con nosotros?

– Creo que está hablando por teléfono… no, ahí está.

María apareció corriendo con el rostro iluminado por una sonrisa.

– Es él -gritó, entusiasmada.

– María… ¿quién?

– El Signor Farelli. Debe hablar contigo, es muy urgente. Date prisa.

Joanne entró a toda velocidad en la casa. Cuando dijo «Hola» contuvo el aliento. Por el tono de Franco sabría si eran buenas o malas noticias.

Pero él sonó extraño, no parecía el mismo.

– Lamento molestarte -comenzó con voz rígida-, pero debo pedirte que vuelvas aquí.

– Franco, ¿qué sucede?

– No puedo decírtelo por teléfono. ¿Puedes venir de inmediato?

– Claro que sí.

– Gracias -colgó.

– ¿Y bien? -demandó María con impaciencia.

– Quiere verme, pero no me ha indicado por qué.

La vieja pareja se mostró tan jubilosa como si fuera su propia hija. Casi la empujaron al coche; Vito le entregó las llaves y le dijo que se marchara.

– Invítanos a la boda -pidió María.

A pesar de lo mucho que lo intentó, no pudo extraer ningún mensaje de esperanza de la voz de Franco. Resistió la tentación de conducir a mucha velocidad. Al rodear el último recodo que daba al valle, vio una figura de pie en la cumbre que vigilaba el camino por el que Joanne debía aparecer. Aunque no podía distinguirlo, su corazón le dijo que se trataba de Franco. En cuanto él vio el coche, montó en el caballo y se marchó al galope en dirección a la casa.

La esperaba en la puerta delantera cuando entró en el patio, con el rostro sombrío y lleno de tensión. No abrió los brazos, ni intentó besarla ni darle algún tipo de bienvenida. Podrían haber parecido conocidos lejanos, salvo por su aspecto pálido y enfermo, como si las semanas de separación hubieran sido una tortura también para él.

– Perdona por exigir tu presencia de improviso, pero ha sucedido algo y te necesito.

– Nico…

– Nico está bien. Hoy se queda en casa de unos amigos. Tenía que hablar contigo a solas.

– Franco, no me mantengas en suspense. ¿De qué se trata?

– Ven conmigo -la llevó arriba, a su habitación. En medio del suelo había una caja grande. Estaba abierta, y su contenido diseminado por el suelo-. Eran sus cosas -explicó él-. Cuando murió las guardé. No podía soportar mirarlas. Pero hoy Nico me preguntó por ellas y abrí la caja. Encontré esto -extendió un sobre cerrado de color crema. Al aceptarlo, Joanne se dio cuenta de que contenía varias hojas de papel. Su nombre estaba escrito con la letra de Rosemary-. Lo escribió antes de morir -indicó Franco.

– ¿Lo has leído?

– Claro que no. Está cerrado. Pero el papel es el del hospital. Aparece el nombre del hospital en el sobre. Lo escribió ingresada allí -Joanne sintió que los ojos le ardían-. ¿No ves lo que significa? Sabía que se moría. Debió querer que la carta se te entregara después de su muerte. Por el amor de Dios, léela. Y si puedes, dime qué pone.

Con manos temblorosas ella abrió el sobre y leyó en voz alta las últimas palabras que le había dirigido Rosemary.

Mí querida Joanne:

Si alguna vez lees esto, será porque no estaré presente para poder hablar contigo, y hay cosas que anhelo que sepas.