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Corrí un riesgo con este embarazo, y todos los días he temido que no saliera adelante. Ayer mi corazón empezó a ceder y me trajeron a este hospital. Sé que piensan que voy a sufrir otro ataque.

Soñé con envejecer con Franco y ver a nuestros hijos crecer y hacerse sabios. Ahora creo que nunca sucederá, y debo cuidar de él del único modo que sé.

Quiero que vengas a Italia y cuides de Franco y de Nico. Verás, cariño, conozco tu secreto. Sé que lo amas y que ésa es la causa por la que te has mantenido alejada de nosotros. Lo he sabido desde que te visité en Inglaterra. Nunca me lo contaste con palabras, pero irradiabas la verdad cada vez que pronunciaba su nombre. Lo amas, y eres la única persona a la que puedo confiárselo.

También Nico estará bien contigo. Veta cómo se acurrucaba en tus brazos y sé que te ocuparás de él con amor.

Espero que Franco llegue a amarte y que os caséis. Él se resistirá, porque es un hombre de honor, y sentirá que me está traicionando. Pero no es así. Me dio todo su amor mientras yo lo necesitaba, y cuando no lo requiera más deseo liberarlo para que pueda volver a amar. Quizá tú puedas enseñarle a entender. Espero que sí.

Pensé en escribirle esto a él, pero no serviría. Necesita tiempo para arribar a esta idea, cuando se sienta preparado. Lo dejo en tus manos. Tú sabrás escoger el momento.

Adiós, querida mía. Te confío mis dos tesoros más preciados. Sé feliz y enséñale a mi pobre Franco que no es malo que él encuentre una vida nueva contigo. Sé que siempre tendré mi propio rincón en su corazón, y tú eres demasiado generosa como para llegar a echármelo en cara. Con felicidad te doy el resto a ti.

A Joanne se le cortó la voz y por un momento los ojos se le nublaron por las lágrimas al pensar en el enorme corazón de Rosemary, cuya generosidad jamás había titubeado, ni siquiera hasta el final.

Cuando pudo ver otra vez, miró a Franco. Estaba sentado con el rostro hundido entre las manos. Quiso ir a su lado, pero debía esperar. Aún quedaba una última cosa.

Rosemary había escrito:

En este sobre encontrarás los pensamientos que le he escrito a Franco. Cuando creas que está listo para oírlos, quiero que tú misma se los leas.

– ¿Qué me ha escrito? -preguntó él con voz ronca.

Empezaba a oscurecer. Joanne se levantó y se sentó junto a la ventana para recibir toda la luz. Pensó que en ese momento debía parecerle la silueta de Rosemary. Una vez más debía «ser» Rosemary para él, para leerle el último mensaje de la esposa a la que había amado, y cuyo amor por él salía de la misma tumba.

– Es un verso breve -indicó mirando el papel-. Parece que al fin logró escribir su poema. Se llama… se llama Adiós.

– Léemelo -pidió con un temblor.

Joanne comenzó a leer en voz baja. Y al hacerlo sintió como si Rosemary estuviera en la habitación con ellos, una presencia fuerte y tierna, para brindar su último y mayor regalo a los que amaba.

Recuérdame un poco,

Detente en el huerto por el que a menudo paseábamos,

Cuando los días eran más largos y el mundo nuestro. Di, «Cara, por favor» una última vez y sonríe.

Junto al manzano

Alza la vista al lugar desde el que una vez te miré,

Y exhibe, una vez más,

La expresión que afirmaba que yo era tu amor,

Y tú el mío hasta el final. Yo lo supe en todo momento.

Échame de menos, pero no mucho tiempo.

Fui tu gozo,

No dejes que sea tu pesar,

Así que recuérdame y sonríe.

Luego déjame partir.

Al terminar reinó el silencio. Joanne agachó la cabeza y las lágrimas bajaron por sus mejillas. Todo estaba ahí, todo lo que había hecho de Rosemary la persona que era: comprensiva y compasiva, y, por encima de todo, el amor, más fuerte que el ego, más fuerte que la muerte.

Al rato Franco se incorporó y se acercó a ella. Se puso de rodillas a su lado y la abrazó, apoyando la cabeza en ella. Lloraba, y sus lágrimas se unieron. En ese instante no tenían pensamientos para ellos. Ese momento pertenecía a Rosemary, y se lo darían en su máxima plenitud.

– Te amaba tanto -susurró Joanne.

– Nos amaba a los dos -murmuró él-. Todo este tiempo… podría haberte enviado la carta a su muerte.

– No habría sido el momento adecuado, cariño. Entonces ninguno de los dos se encontraba preparado para ello.

– Siento como si me hubieran quitado un peso enorme del corazón -la miró.

– Era lo que ella pretendía. Fue su regalo. Queríamos su bendición y ya nos la ha dado.

– Ningún hombre tiene el derecho de que se le concedan dos milagros en una vida -indicó Franco.

– Tú tienes derecho a lo mejor que pueda ofrecerte el mundo. Y pienso dártelo.

– Lo mejor eres tú. Si te tengo, lo tengo todo.

– Y me tendrás siempre. Nunca volveré a dejarte.

– Prométeme que tu vida es mía, y la mía tuya -él se levantó y la alzó hasta sus brazos.

– Lo prometo -afirmó Joanne-. Tuya. Para siempre. Y Rosemary tenía razón. No le niego un sitio en tu corazón. Ese es el lugar que le corresponde, igual que a mí. Haz que las dos estemos a salvo en él, mi amor. Ahora y siempre.

Epílogo

Los árboles floridos penden sobre la lápida de mármol. El invierno ha llegado y se ha ido, y la tierra rebosa de vida nueva y esperanza.

Hay flores frescas ese día. Lado a lado hay dos ramos de rosas, uno rojo y el otro blanco. Entre ellos reposa una tarjeta. No lleva nombre y sólo contiene una palabra sentida.

Gracias.

Lucy Gordon

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