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– Ahora no es mucho mayor. Es demasiado joven para que no lo abracen.

– Tienes razón -suspiró él.

Nico se había quedado dormido en cuanto se acomodó sobre ella. Joanne pensó con tristeza en Rosemary, quien ya nunca vería crecer a su hijo.

– Ya se ha quedado dormido -musitó.

– Confía en ti, lo cual es notable. Desde que murió su madre no confía en nadie, excepto en mí.

– Pobrecito. ¿No hay nadie por aquí que pueda ser como una madre para él?

– Los criados lo miman, pero nadie podrá ocupar el sitio de su madre. Jamás.

Joanne acercó la mejilla a su pelo y lo abrazó con más fuerza. Nada salía tal como ella había esperado. No había contado con el modo en que el pequeño se introduciría en su corazón.

– Es hora de que esté en la cama -indicó Franco.

– Sí -aceptó en voz baja, incorporándose con Nico en brazos. La cabeza del niño se apoyó en su hombro mientras se dirigía hacia las escaleras.

Celia se hallaba arriba, y se acercó en cuanto vio que abría la puerta del dormitorio de Nico. Juntas lo desvistieron y lo metieron entre las sábanas. El pequeño volvió a rodear el cuello de Joanne y ella lo abrazó.

– ¿Me cantas? -susurró él.

– ¿Qué quieres?

– La canción del conejo.

Por un momento tuvo la mente en blanco. Luego recordó que Rosemary había escrito un verso ligero que le había cantado a su hijo. Poco a poco recordó las palabras y comenzó a cantar con voz ronca.

Mira al conejo que corre a casa.

Mira cómo mueve, mueve, mueve el rabo al correr.

Es tarde y quiere cenar.

Luego se acurrucará y se dormirá.

Y. por supuesto, roncará y roncará.

– Cántala otra vez -suplicó Nico con una risita.

Joanne obedeció y entonó el verso una segunda vez, luego una tercera.

– De nuevo -musitó él.

Por el rabillo del ojo Joanne pudo ver a Franco de pie en la puerta, sin moverse para no perturbar su sueño. Fue un alivio que no pudiera ver su expresión. Era la de un hombre sumido en un dolor inimaginable.

Cantó el verso otras dos veces. Nico no volvió a pedírselo, aunque se acurrucó contra ella con un suspiro de satisfacción. Pensando sólo en su bien, le susurró: «Buona notte, caro Nicolo», tal como había hecho Rosemary.

– Buona notte, Mama -contestó sin abrir los ojos.

– No, yo… -empezó ella, pero guardó silencio, confusa-. Buona notte, piccino -añadió tras un momento.

No recibió respuesta. Con mucha suavidad lo depositó de nuevo sobre la almohada y le besó la frente.

Luego se volvió hacia Franco. Pero éste se había marchado. No supo cuánto tiempo habría permanecido allí de pie antes de irse.

Cerró la puerta con cuidado y bajó. No vio señal de él, y salió a la terraza.

El aire estaba impregnado con la fragancia de las flores, como aquel verano tan distante. Franco apareció en la terraza y la observó unos momentos junto a los geranios.

– ¿En qué piensas? -preguntó.

– Recordaba estas flores de la noche del baile. Renata no pudo venir, así que nosotros fuimos juntos. Tú me esperabas justo aquí, y cuando bajé… hablamos -terminó. A él le brillaban los ojos y los labios esbozaban una sonrisa gentil.

– Lo recuerdo -dijo en voz baja-.Y mientras estábamos allí llegó Rosemary. Salió por esa puerta y yo la vi por primera vez.

Había olvidado la parte de Joanne en aquella noche. Todos sus recuerdos eran de su amada.

– Debería disculparme por la inconveniencia después de la cena -continuó él-. Celia sirvió esas pastas porque eran las preferidas de mi mujer, aunque llevaba un año sin hacerlo. Me enfadé con ella porque parecía creer que eras el fantasma de Rosemary. Pero me excedí en mi reacción y lo siento.

– No es conmigo con quien deberías disculparte -reprochó con suavidad.

– No te preocupes. He hecho las paces con Celia. Perdona mis estados de ánimo.

– Imagino que no te gusta hablar de Rosemary.

– Todo lo contrario. Me encanta hablar de ella, porque eso la mantiene viva. A veces Nico y yo lo hacemos, pero es un niño y no puedo sobrecargar sus hombros. Sin embargo, tú, Joanne… tú estuviste presente cuando la conocí, en el momento en que me enamoré de ella.

– Lo sé. Os observé a los dos miraros y fue como si el mundo se hubiera detenido.

– Es lo mismo que sentimos nosotros -repuso de inmediato-. Ella me lo comentó después… o quizá yo se lo dijera a ella, no recuerdo. Éramos un corazón, un alma… al menos es lo que yo creía -pronunció esas palabras con aliento contenido, luego alzó la vista rápidamente y vio la expresión desconcertada de ella. Antes de que pudiera interrogarlo, continuó-: Lo supimos todo desde el primer minuto. Y tú estuviste presente. Tú también lo supiste.

– Sí. Todo -coincidió con un toque de melancolía que supo que él no iba a captar. Estaba perdido en su propio mundo, que sólo habitaban su amada esposa y él. Carecía de realidad, y también sus sentimientos-. Vino con nosotros a la fiesta. Y los dos compartisteis todos los bailes. Otros hombres no dejaban de invitarla, pero tú los echabas.

– Sí -repuso con una sonrisa-. Ella me instó a cumplir con mi deber y a bailar con otras chicas, pero yo le dije que sólo lo haría con ella, y ella sólo conmigo, siempre.

– ¿Esa noche le pediste que se casara contigo? -inquirió Joanne.

– Nunca se lo pedí, y ella jamás dijo sí. Sencillamente sabíamos que iba a suceder. Algunas cosas son inevitables desde el principio. Mi madre no pudo entenderlo. Me pidió que esperara, que me casara con una chica como yo, una buena chica italiana. Pero Rosemary y yo compartíamos la misma alma y el mismo corazón. ¿Qué puede ser más afín que eso? -le sonrió con gesto reminiscente-. Tú lo viste. Es como si hubieras sido parte de nuestro amor.

Joanne reconoció que era una locura continuar con eso. Después de todos esos años aún le dolía saber que sólo la veía a través del filtro de Rosemary. Pero era dulce estar sentada, hablando con Franco, sintiendo que recurría a ella, aunque fuera por otros motivos.

– ¿Por qué volviste ahora? -preguntó él de repente.

– Yo… yo trabajaba cerca -tartamudeó, sorprendida-. No podía marcharme sin visitaros.

– Nos evitas ocho años y luego nos haces una breve visita. ¿Por qué, Joanne? ¿Qué hicimos para ofenderte?

– Nada, es que mi vida ha estado muy ocupada. Mi carrera…

– Sí, sí -cortó, y ella supo lo insignificante y deshonesta que había sido su justificación.

– Debería irme ya -indicó.

– Es demasiado tarde para que te vayas ahora.

– Sólo son cien kilómetros.

– ¿No puedes quedarte una noche? Nico cree que mañana estarás aquí.

– Pero no he traído ninguna muda, nada. No puedo… -bajó la vista al vestido inapropiado que llevaba.

– Ha sido una desconsideración por mi parte -afirmó Franco-. Celia quería que te prestara algo de Rosemary. Debí hacerlo, pero seguía confuso por verte.

– ¿Aún guardas su ropa?

– Ven conmigo.

Joanne lo siguió en el silencio de la casa hasta el cuarto que recordaba que habían ocupado los padres de él. Había cambiado poco. Aún tenía la cama enorme, con su cabecero de nogal barnizado. A ambos lados del ventanal se alzaban dos armarios.

Franco abrió la puerta de uno de ellos y en el interior Joanne vio una hilera de ropa protegida con plástico. Parte del armario tenía cajones que él abrió para que viera su contenido. Era la ropa interior de Rosemary, sus camisones, pañuelos, guantes.

– He regalado casi toda su ropa a la caridad. Quizá también debiera deshacerme de esto. Es lo que quiero, pero nunca parece ser el momento adecuado. Elige lo que quieras para ponerte esta noche.