Выбрать главу

Se marchó y la dejó para que escogiera. Todos los camisones eran tenues, delicados y escotados, lo que le dio una impresión del matrimonio que había tenido su prima. La mujer que había comprado esos artículos seductores sabía que su marido adoraba su cuerpo, y había querido presentárselo para complacerlo, tal como Joanne habría deseado hacer si…

Cortó ese pensamiento. Puede que Rosemary estuviera muerta, pero aún seguía presente.

Debería elegir algo sencillo y recatado, pero no había nada así. Al final se quedó con un camisón de seda blanco con una bata a juego. Se lo apoyó contra el cuerpo y se miró en el espejo. Ante sus ojos su cara parecía pálida y sosa, casi corriente. No tuvo dudas de que Rosemary había estado más hermosa con sus facciones iluminadas por la felicidad.

Se hallaba tan sumida en sus pensamientos que no oyó la puerta abrirse y a Franco entrar, ni tampoco cuando se quedó mirándola. Sólo al acercarse cobró conciencia de él.

– Me has sobresaltado -musitó.

– Lo siento. ¿Has elegido algo? Bien. ¿Por qué no te llevas esto también? -del armario sacó unos pantalones y una chaqueta de montar-. Quiero que te quedes mañana. Saldremos a pasear en caballo y te mostraré cómo está el lugar.

– Debería irme -repuso, indecisa entre la sensación de añoranza y de peligro-. Dije que regresaría esta noche.

– Llama a tus clientes y comunícales que te vas a quedar unos días -fue una orden, no una petición. Ella lo miró desvalida-. Por favor, Joanne -pidió con más gentileza-. Esta noche no has visto al verdadero Franco. Me sorprendiste y me mostré hosco. Deja que mañana sea un buen anfitrión. Y a Nico le encanta tu presencia.

Decidió quedarse por el pequeño. Era estupendo tener una causa con la que pudiera justificarse.

– De acuerdo -aceptó-. Me quedaré mañana.

– Gracias con todo mi corazón. Permite que te escolte a tu habitación -ante su puerta dijo con voz grave-: Buenas noches. Joanne. Hasta mañana.

Había un teléfono junto a la cama. Llamó a María y le explicó que no iba a regresar esa noche. Al colgar la quitó la ropa y se puso el hermoso camisón. Se situó delante del espejo y Rosemary la miró.

¿Cómo había pasado por alto que los años habían recalcado su parecido?

No tendría que haber vuelto. Ese lugar era demasiado hermoso y triste. Casi deseó no haber visto otra vez a Franco. En su corazón sólo quedaba dolor. También sabía que si era inteligente debería abandonar la casa lo antes posible.

Franco tardó en irse a la cama. Vagó por la casa silenciosa y se detuvo ante la puerta del dormitorio de su hijo para escuchar su respiración.

Cuando al fin se acostó, el sueño lo eludió. Su cabeza era un torbellino por los acontecimientos del día. Las imágenes iban y venían. Un rostro en particular lo torturaba. Intentó desterrarlo, pero no lo consiguió.

Al final se levantó con un gemido, se puso unos vaqueros y, descalzo, bajó por la escalera y salió al patio. Había luna llena y sus rayos brillantes caían directamente sobre la ventana de la habitación de invitados. Vio que estaba abierta, y por un instante pensó que percibía la silueta de una mujer con un largo camisón blanco. Pero se dio cuenta de que sólo se trataba de la cortina agitada por la brisa.

Se quedó mirando largo rato, pero no captó ningún movimiento. Se acercó a la fuente y se sentó sobre la piedra, para meter los brazos en el agua fría y salpicarse la cara con ella. Temblaba.

– ¡Qué Dios me perdone estos pensamientos! -musitó-. Dios misericordioso, perdóname.

Capítulo Cuatro

Joanne despertó con el canto de un gallo. Miró al reloj. Eran las tres de la mañana. Pensó que debía ser el mismo gallo de siempre. No podía haber dos con ese extraño sentido del tiempo.

Ocho años atrás, a menudo, la había despertado a la misma hora, hasta que se acostumbró a ello. En ese momento, igual que en el pasado, volvió a quedarse dormida con el cacareo en los oídos.

Dos horas después volvió a despertar. El gallo había concluido por aquel día y reinaba el silencio cuando apartó las persianas y contempló los viñedos.

Todo era mágico. Una leve niebla se alzaba desde la tierra. En la distancia sonaba una campana. Poco a poco las formas adquirieron más precisión y vio a un hombre que de pie, bajo un árbol, miraba hacia el valle. No logró percibir su rostro, aunque no fue necesario. La altura, el ancho de los hombros, la cabeza erguida… todo proclamaba que se trataba de Franco.

Estaba tan inmóvil como una estatua. Recordó que incluso de joven había poseído el don de la inmovilidad. Se preguntó qué pensamientos pasarían por su cabeza.

Al rato volvió a meterse en la cama. Fue Celia quien la despertó la próxima vez al entrar con una bandeja con café para indicarle que il padrone quería empezar pronto el día. Joanne se duchó y se vistió. Se sentía un poco nerviosa ante la idea de montar, porque hacía años que no se subía a un caballo.

Franco bebía café cuando bajó. Alzó la vista con una sonrisa en la cara, y ella experimentó sorpresa. Parecía fresco y relajado, y sus ojos exhibían calidez. También él llevaba puestos unos pantalones de montar, con una camisa blanca que recalcaba su piel bronceada.

– Toma un poco de café -ofreció, sirviéndole una taza-. Luego nos marcharemos. Por el camino podemos parar a comer algo.

– ¿A dónde iremos?

– Quiero mostrarte cómo ha crecido la propiedad. He comprado algo más de tierra.

Los caballos los esperaban en la entrada. La montura de ella era una yegua zaina llamada Birba. Era hermosa y parecía bastante dócil; no se movió mientras ella la montaba. Pero en cuanto estuvo encima sintió que un temblor recorría al animal, y recordó que birba significaba «pilluelo».

Pero la yegua parecía encontrarse de buen humor. Joanne se sintió entusiasmada al avanzar junto a Franco hacia la hermosa campiña. El sol aún subía por el cielo y el día tenía una temperatura placentera. A lo ancho del valle pudo ver cipreses y álamos blancos, los techos de tejas rojas de las cabañas y acres y más acres de viñedos.

– Franco, antes de que vayamos a ninguna parte -comentó-, ¿podrías mostrarme dónde está enterrada Rosemary? ¿Se encuentra en el cementerio de la iglesia?

– No, tenemos nuestro propio cementerio. Ven, te lo mostraré.

Condujo su caballo por la pequeña huerta que salía por el jardín que había en la parte trasera de la casa, para descender por un sendero bajo los árboles. De lejos Joanne pudo oír el borbotear de la corriente y de pronto emergieron a un pequeño claro.

Se veían varias tumbas, pero una era más reciente que las otras. Se encontraba cerca de los árboles y exhibía una sencilla lápida de mármol rodeada de flores. Los sauces colgaban sobre el agua. Era un lugar hermoso, sosegado, sereno, donde resultaba posible creer que Rosemary descansaba en paz.

Desmontaron y Franco se apartó con los caballos mientras ella se acercaba a la tumba y se apoyaba en una rodilla para tocar el frío mármol. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Hasta ese momento casi había sido como si Rosemary se hubiera ido a alguna parte para no tardar en regresar. Pero había algo definitivo en su lugar de descanso que de inmediato le hizo comprender la realidad. Olvidando a Franco, se llevó los dedos a los labios y los depositó en el mármol al tiempo que murmuraba:

– Adiós, cariño. Gracias por todo.

Cuando dio la vuelta vio a Franco a unos metros de distancia, junto a la corriente. Alzó la vista al oír que se acercaba.

– ¿Quieres que te espere? -preguntó ella.

– Ella lo entenderá -meneó la cabeza-. Sabe que volveré en otra ocasión. Vamos.

La ayudó a montar y dirigió su caballo al norte. El aire estaba despejado y en la lejanía Joanne vio las montañas coronadas de nieve. Se deleitó con la belleza de la mañana y la proximidad del hombre que aún tenía su corazón. Era una sensación distinta del júbilo que una vez le había inspirado. Pero resultaba muy real.