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– Henry te quería. Pero no sabía como demostrarlo.

Habían tenido esa misma conversación muchas veces, y Delaney siempre tenía la impresión de que no hablaban de él. La conversación siempre empezaba y acababa igual, pero nunca resolvía nada-. ¿Cuántas personas crees que vendrán?- preguntó, refiriéndose al buffet posterior al funeral.

– Casi todo el mundo, supongo-. Gwen acortó la distancia que las separaba y colocó el pelo de Delaney detrás de su oreja.

Delaney medio esperó que su madre se mojara los dedos y colocara un rizo sobre su frente como había hecho cuando Delaney era niña. Lo odiaba entonces, y lo odiaba ahora. Era una fijación, como si no fuera lo suficientemente buena tal y como era. La continua y constante queja, como si así la pudiera convertir en algo que no era.

No. Nada había cambiado.

– Estoy tan contenta de que estés en casa, Laney.

Delaney se sintió sofocada y se apresuró a abrir la ventanilla eléctrica. Aspiró el aire fresco de la montaña y lo expulsó lentamente. Dos días, se dijo a sí misma. Se iría a casa en dos días.

La semana pasada, había recibido la notificación de que la mencionaban en el testamento de Henry. Después de la forma en que habían terminado, no suponía que la hubiera incluido. Se preguntó si habría incluido también a Nick, o si ignoraría a su hijo, incluso después de su muerte.

En seguida se preguntó si Henry le habría dejado dinero o propiedades. Muy probablemente le hubiera dejado algo para hacer la gracia, como un viejo barco pesquero oxidado o un chaquetón usado. Fuera lo que fuera no tenía importancia, se iba exactamente después de que leyeran el testamento. Ahora todo lo que tenía que hacer era reunir el coraje para decírselo a su madre. Tal vez era mejor que la llamara desde un teléfono público de las afueras de Salt Lake City. Hasta entonces, tenía intención de buscar algunas de sus antiguas amigas, dejarse caer en algunos de los bares locales, y esperaba poder soportarlo hasta que se pudiera ir a casa, a una gran ciudad donde sí podía respirar. Sabía que si se quedaba más de unos días, perdería la cabeza, o incluso peor, se perdería a sí misma.

– Pero bueno, mira quien ha vuelto.

Delaney colocó una bandeja de champiñones rellenos en la mesa del buffet y luego miró los ojos de su enemiga de infancia, Helen Schnupp. Mientras crecía, Helen había sido como una espina clavada en Delaney, una piedra en su zapato y un dolor colosal en el culo. Cada vez que Delaney se había dado la vuelta, Helen había estado allí, normalmente un paso por delante. Helen había sido más bonita, más rápida en la pista y mejor en baloncesto. En segundo grado Helen le había quitado el primer lugar en el concurso de ortografía del condado. En octavo Helen había ganado las elecciones de delegada de curso, y en décimo primer grado la habían pillado en el cine al aire libre con el novio de Delaney, Tommy Markham, cabalgando sobre su “salchicha” en la parte trasera de la camioneta de la familia Markham. Una chica no olvidaba una cosa como esa, pero Delaney tuvo el silencioso placer de ver la caída de Helen y ver la luz al final del tunel.

– Helen Schnupp, -dijo, odiando admitir para sí misma que quitando el desastroso peinado, su vieja enemiga era todavía muy bonita.

– Es Markham ahora-. Helen cogió un croissant y lo rellenó con lonchas de jamón-. Tommy y yo llevamos siete años felizmente casados.

Delaney forzó una sonrisa-. ¿No es maravilloso?- también se dijo a sí misma que los dos le importaban un bledo, pero siempre había disfrutado de la fantasía de un final estilo Bonnie & Clyde para Helen y Tommy. El hecho que ella todavía albergara tal animosidad no la molestó tanto como debería. Tal vez fuera el momento de comenzar esa psicoterapia que había estado postergando.

– ¿Estás casada?

– No.

Helen le echó una mirada llena de piedad-. Tu madre me dijo que vives en Scottsdale.

Delaney contuvo el deseo de aplastar el cruasán de Helen en su nariz-. Vivo en Phoenix.

– ¿Oh?- Helen cogió unos champiñones y los puso en su plato-. No debí entenderla bien.

Delaney dudaba que hubiera nada mal en el oído de Helen. Su pelo era otra cosa, sin embargo, si Delaney no tuviera la intención de irse a los pocos días, y si fuera una buena persona, se hubiera podido ofrecer a reparar una parte del desaguisado. Podría haber echado una mascarilla de proteínas en el pelo indomable de Helen y podría haber envuelto su cabeza en celofán. Pero no era una buena persona.

Su mirada escudriñó el comedor lleno de gente hasta que localizó a su madre. Rodeada de sus amistades, cada cabello rubio en perfecto orden, con el maquillaje impecable, Gwen Shaw era igual que una reina recibiendo a sus súbditos. Gwen siempre había sido la Grace Kelly de Truly, Idaho. Ella incluso se parecía un poco a Gwen. A los cuarenta y cuatro años, aparentaba treinta y nueve y, como ella decía, era demasiado joven para tener una hija de veintinueve años.

En cualquier otro sitio, una diferencia de edad de quince años entre madre e hija podía haber hecho arquear algunas cejas, pero en un pequeño pueblo de Idaho, no era raro que algunos “dulces corazones” se casaran al día siguiente de la graduación, algunas veces porque la novia estaba a punto de ponerse de parto. Pero nadie pensaba mal de un embarazo en una menor de edad, a menos que por supuesto la adolescente no estuviese casada. Eso sí era algo tan escandaloso como para alimentar los chismes durante años.

Todos los habitantes de Truly creían que la joven esposa del alcalde había quedado viuda poco después de que se hubiera casado con el padre biológico de Delaney, pero era mentira. A los quince años, Gwen había estado liada con un hombre casado, y cuando él se enteró de que estaba embarazada, se deshizo de ella que abandonó su pueblo.

– Veo que regresaste. Creía que habías muerto.

Ese comentario atrajo la atención de Delaney, la vieja señora Van Damme encorvada sobre un bastón de aluminio se inclinaba hacia un huevo picante, su aplastado pelo blanco estaba exactamente igual que como lo recordaba Delaney. No podía acordarse del nombre de pila de la mujer. Ni siquiera sabía si alguien lo había usado alguna vez. Todo el mundo se había referido a ella como la vieja señora Van Damme. La mujer era realmente vieja ahora, con la espalda encorvada por la edad y la osteoporosis, parecía un fósil humano.

– ¿Le puedo traer algo de comer?- se ofreció Delaney, intentando recordar si la había visto alguna vez con un vaso de leche, o como mínimo con Tums [3] enriquecido en calcio.

La señora Van Damme peló un huevo, luego le dio a Delaney su plato-. Algo de esto y eso, -dirigió, apuntando varios platos diferentes.

– ¿Le gusta la ensalada?

– Me da gases, – murmuró la Sra. Van Damme, luego señaló un tazón de ambrosía-. Eso me parece bien y un ala de pollo también. Me dan ardores, pero traje mi Pepto [4].

Para ser tan pequeña y endeble, la vieja Sra. Van Damme comia como un leñador-. ¿Está emparentada con Jean Claude?- bromeó Delaney, tratando de aligerar un poco la sombría ocasión.

– ¿Con quién?

– Jean Claude Van Damme, el actor de artes marciales.

– No, no sé quien es Jean Claude, pero tal vez lo esté con la familia de Emmett. Los Emmett Van Dammes siempre tienen problemas, siempre arman jaleo sobre una cosa u otra. El último año, a Teddy, su segundo nieto, lo arrestaron por robar en Smokey un gran oso que había delante del Centro de Visitantes ¿Para que lo querría de todas formas?

– Puede que porque su nombre era Teddy.

– ¿Cómo?

Delaney frunció el ceño-. No importa-. Ni siquiera debía haberlo intentado. Había olvidado que su sentido del humor no era apreciado en los pequeños pueblos “sureños” dónde los hombres usaban los bolsillos de sus camisas como ceniceros. Sentó a la Sra. Van Damme en una mesa cerca del buffet y luego se dirigió a la barra.

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[3] Especie de yogurt o zumo con leche, enriquecido con calcio. (N de T)

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[4] Antiácido (N de T)