– Sí-. Delaney puso la toalla en los hombros a Wannetta, luego bajó su espalda al lavacabezas. Abrió el agua y la probó en su muñeca. Se había pasado el día y la noche anterior escondiéndose en su apartamento como un topo. Se había sentido emocionalmente maltratada y magullada por lo que había sucedido con Nick. Y sumamente avergonzada por su propio abandono.
Mojó el pelo de Wannetta y lo lavó con el Paul Mitchell. Cuando termino de acondicionarlo, la ayudó a caminar hasta la silla del salón-. ¿Lo de siempre?- Preguntó.
– Si. Hazlo bien.
– Ya-. Mientras Delaney le quitaba los nudos, las palabras de despedida de Nick todavía hacían eco en su cabeza. Le habían estado haciendo eco en la cabeza desde que las había dicho. Para ver si se dejaba. La había besado y tocado sus pechos, sólo para ver si podía. Había hecho que sus pechos se estremecieran y sus muslos ardieran sólo para ver si se dejaba. Y ella le había dejado. Igual que le había dejado hacía diez años.
¿Qué estaba mal en ella? ¿Qué defecto de personalidad poseía que permitía a Nick derribar sus defensas? Durante las largas horas en que se había hecho esa pregunta, no se le había ocurrido ninguna explicación aparte de la soledad. Su reloj biológico hacía tictac. Tenía que ser eso. No podía oír ningún tictac, pero tenía veintinueve años, era soltera, y no tenía perspectivas de casarse en un futuro cercano. Tal vez su cuerpo era una bomba hormonal y no lo sabía.
– A Leroy le gustaba cuando llevaba bragas de seda, -dijo Wannetta, interrumpiendo los lúgubres pensamientos de Delaney sobre las hormonas-. Él odiaba las de algodón.
Delaney hizo crujir los guantes del látex. No quería ni imaginarse a Wannetta en ropa interior de seda.
– Te deberías comprar algunas bragas de seda.
– ¿Del tipo que pasan del ombligo?- ¿Del tipo que parecen fundas para los asientos de los coches?
– Si.
– ¿Por qué?
– Porqué a los hombres les gustan. Les gusta que las mujeres lleven puesta ropa interior bonita. Si consigues unas bragas de seda, puede ser que consigas un marido.
– No, gracias, -dijo mientras cogía el líquido para rizar y cortaba con las tijeras las puntas. Incluso si tuviera interés en encontrar un marido en Truly, lo que era ridículo, sólo iba a estar en el pueblo hasta junio-. No quiero marido-. Pensó en Nick y en todos los problemas que le había causado desde que había vuelto-. Y para que lo sepas – agregó, – no creo que los hombres valgan todos los problemas que causan. Están altamente supervalorados.
Wannetta se quedó callada mientras Delaney le echaba la solución en un lado de la cabeza, hasta tal punto, que Delaney comenzó a preocuparse de si su cliente se había dormido con los ojos abiertos, o peor todavía, si había fallecido, Wannetta abrió la boca y le preguntó en voz baja – ¿Eres una de esas lesbianas que se pintan los labios? Me lo puedes decir. No se lo diré a nadie.
Y la luna estaba hecha de queso verde, pensó Delaney. Si hubiera sido una lesbiana, entonces no se habría encontrado besándose con Nick y con sus manos abriendo su camisa. No se habría encontrado fascinada por su pecho velludo. Se preocupó por la mirada fija de Wannetta en el espejo y pensó que no podía decirle que sí. Un rumor como ese podía neutralizar el rumor sobre Nick y ella. Pero su madre alucinaría aún más-. No – suspiró finalmente-. Pero probablemente simplificaría mi vida.
Los rizos de la Sra. Van Damme le llevaron a Delaney justo una hora. Cuando acabó, miró como la vieja rellenaba un cheque, luego la ayudó con su abrigo.
– Gracias por venir, -dijo acompañándola a la puerta.
– Bragas de seda -recordó Wannetta y lentamente salió a la calle.
Diez minutos después de que la Sra. Van Damme saliera, una mujer entró con su hijo de tres años. Delaney no le había cortado el pelo a un niño desde La Escuela de Belleza, pero no había olvidado cómo se hacía. Después del primer corte, deseó haberlo hecho. El niño tiró de la pequeña capa plástica que había encontrado en el almacén. Se movió y quejó continuamente y le gritó ¡NO! Cortarle el pelo se convirtió en un combate. Estaba segura de que si solamente lo pudiera sentar y atar, lograría terminar el trabajo apresuradamente.
– Brandon es un niño tan bueno – arrullada su madre desde la silla vecina-. Mamá está tan orgullosa.
Delaney incrédula clavó los ojos en la mujer que piropeaba al Eddie Bauer & REI. A Delaney le parecía que la mujer pasaba los cuarenta, y recordó un artículo de una revista que había leído en la oficina del dentista cuestionando la inteligencia de los niños que nacían de óvulos viejos.
– Brandon, ¿quieres una fruta para merendar?
– ¡No! – dijo a gritos el resultado de su viejo óvulo.
– Listo – dijo Delaney cuándo acabó y puso las manos hacia arriba como si hubiera ganado un campeonato de rodeo. Le cobró a la señora quince dólares con la esperanza de que Brandon iría a Helen la próxima vez. Barrió los rizos rubios del niño, luego puso el letrero de “cerrado para comer” y caminó al deli de la esquina donde normalmente tomaba un sándwich integral de pavo. Durante varios meses había tomado su almuerzo en el deli y había llegado a llamar al dueño, Bernard Dalton, por su nombre de pila. Bernard estaba al final de la treintena. Era pequeño, calvo, y parecía un hombre que disfrutaba de si mismo. Su cara estaba siempre ligeramente enrojecida, como si le faltara un poco la respiración y la forma de su bigote oscuro hacía que pareciera como si siempre estuviera sonriendo.
La prisa por el almuerzo disminuyó cuando Delaney entró en el restaurante. La tienda olía a jamón, a pasta y a galletas de chocolate. Bernard la miró desde el postre, pero su mirada rápidamente se apartó. Su cara se puso varios tonos más rojo de lo habitual.
Lo había oído. Había oído el rumor y obviamente lo creía.
Recorrió con la mirada el local, los otros clientes clavaban los ojos en ella y se preguntó cuántos habrían escuchado los chismes. Repentinamente se sintió desnuda y se obligó a sí misma a llegar al mostrador de la parte delantera-. Hola, Bernard, -dijo, y agregó con voz tranquila-. Ponme un sándwich integral de pavo, como siempre.
– ¿Y una light?- preguntó, moviéndose detrás del mostrador.
– Sí, por favor-. Mantuvo la mirada fija en la pequeña taza de las propinas que había al lado de la caja registradora. Se preguntó si el pueblo entero creía que había tenido relaciones sexuales con Nick delante de la ventana. Oyó voces susurrando detrás de ella y tuvo miedo de darse la vuelta. Se preguntó si hablaban de ella, o si sólo estaba siendo paranoica.
Normalmente se llevaba el sándwich a una mesita al lado de la ventana, pero hoy pagó el almuerzo y se apresuró a volver a la peluquería. Tenía el estómago mal y se tuvo que obligar a tomar una porción de comida.
Nick. Este lío era por su culpa. Siempre que bajaba la guardia con él, pagaba el pato. Siempre que él se decidía a embrujarla, perdía la dignidad, por no decir sus ropas.
Un poco después de las dos, tuvo una clienta que necesitaba que le alisara el pelo negro, a las tres treinta Steve, el conductor del excavadoras que había conocido en la fiesta del Cuatro de Julio de Louie y Lisa, entró en la peluquería trayendo con él el aire frío del otoño. Llevaba puesta una chaqueta vaquera revestida de lana. Sus mejillas estaban enrojecidas y sus ojos brillantes, y su sonrisa le dijo que se alegraba de verla. Delaney se alegró de ver una cara acogedora-. Necesito un corte de pelo – anunció.
Con una mirada rápida, se dio cuenta de cómo tenía el pelo-. Claro que lo necesitas -dijo y señaló la cabina-. Cuelga el abrigo y ven aquí atrás.
– Lo quiero corto-. Él la siguió y señaló un lugar por encima de su oreja derecha-. Así. Me pongo un montón de gorros de esquí en invierno.