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Ahora empezaba a representarse aquello para lo que Hamilton los había preparado. Duncan estaba en el estrado de la sala vestido con una camisa de rayas anchas, una corbata roja, pantalones grises y una de esas grandes americanas de lino que los jóvenes llevan ahora: lo más parecido al elegante traje de Motsamai que el abogado había conseguido que se pusiera; probablemente, Duncan no tenía traje. Un aspecto en consonancia con el mundo moral que ocupaban el juez y los asesores que éste había escogido, la madre y el padre del acusado prestaban mucha atención al traje y a lo que éste implicaba acerca del adusto hombre sentado en su trono. Un juez urbano, había dicho Hamilton en un tono que insinuaba satisfacción. Allá arriba, el único rasgo distintivo del hombre vestido con una toga carmesí eran las orejas redondas despegadas de su cráneo en señal de alerta. ¿El tipo de vestimenta que Duncan había adoptado era aceptable para un juez mundano que no asociara los criterios morales con un traje? ¿Importaba lo que llevaba puesto un hombre cuando, al margen de lo que pudieran decir sus ropas sobre él, había matado? La voz de un funcionario -el ayudante del juez- confirma la identidad de Duncan en ese lugar y por ese motivo concreto.

– ¿Es usted Duncan Peter Lindgard?

– Está usted acusado de haber cometido el asesinato de Cari Jespersen el 19 de enero de 1996. ¿Cómo se declara?

Igual que aquel viernes por la noche en el adosado, cuando el mensajero hizo su declaración, todo se ha detenido; sostenido por el perfil de Duncan, su presencia. Pero Hamilton Motsamai, abogado de la defensa, rompe el momento. Se ha levantado rápidamente.

– Señoría, en vista de la naturaleza de la defensa del acusado, ¿me permite declarar en nombre de mi cliente? Se declara no culpable. La naturaleza de la defensa, señoría, será evidente cuando proceda a interrogar al primer testigo de la acusación, cuya identidad mi distinguido colega en representación del Estado me ha comunicado.

El juez ha asentido con la cabeza.

Entre tanto, la gente se deslizaba sobre los bancos para que pudieran sentarse otros; si bien ahora todos han identificado a la pareja constituida por los padres del acusado y nadie los empuja en la hilera donde están sentados.

Aparece la chica; ella. Era la que estaba en el sofá con las bragas bajadas, la que podía ser vista: el otro está fuera de la vista de cualquiera, bajo tierra junto con todos los demás acuchillados, estrangulados o asesinados a tiros en la violencia de la ciudad, el camino de la muerte. Esa misma mañana, habían asesinado a tres más en una riña entre propietarios de taxis minibús en una parada situada a la vuelta de la esquina. Pero Duncan, cuando estaba a la espera de juicio, se había equivocado al pensar que lo que le había sucedido se perdería entre la violencia fortuita y no despertaría el interés del público. Son los asesinatos callejeros los que no interesan, ya son hechos cotidianos.

Allí está ella. Ella. Hay mujeres que tienen días malos y días buenos. Puede tener algo que ver con una serie de cosas: digestión, fase del ciclo biológico y el modo en que desean presentarse. Ella tenía un día bueno. Claudia no se sintió sorprendida ante el aspecto que presentaba; sabía, por su práctica médica, cómo las personalidades neuróticas disfrutan con la audiencia, cualquier audiencia, incluso aquella que puede imaginársela abierta de piernas en un sofá. Harald la vio por primera vez tal como Duncan debía de haberla visto siempre, en una imagen definitiva para él, incluso en sus días malos. La piel suave y bonita, tallada, en un giro de cincel sobre una estatua, hasta la curvatura del labio a cada lado de la boca. La frente rosada y alta bajo mechones de flequillo. Las perezosas, intensas pupilas de unos ojos cuyos extremos algo caídos, donde las densas pestañas se unían, adoptaban un disfraz de rechazo infantil. Las ropas que escondían e insinuaban su cuerpo, una recatada falda larga y suelta que se deslizó de un lado a otro sobre la división de sus nalgas cuando se dirigió al estrado de los testigos, una blusa de cosaco cuya amplitud sedosa caía de sus hombros de Modigliani hasta tocar las puntas de sus magros senos. No es una belleza pero maneja la belleza a su antojo. Y mirarla es ver que el diseño de su rostro puede transformarse en algo amenazador. En los días malos. Cuando entró en el estrado de la sala, resultó difícil saber si deseaba evitar el encuentro con Duncan; de repente -Harald lo vio -, desde el estrado, miró directamente a Duncan, quieta y concentrada; y Harald se preguntó si Duncan contestaría del modo previsto: Aquí estoy. Harald no podía verlo, no podía ver los ojos de Duncan y, tremendamente agitado, apenas supo cómo contener esa -supuesta- empatía masculina con su hijo.

Sintió animadversión hacia el fiscal en el mismo momento en que el hombre se puso en pie. Fue una sensación física que le recorrió la piel. El fiscal tenía las lúgubres cejas arqueadas y la boca amplia y elíptica de un cómico cuya cara también pudiera convertirse en el deslumbrante rostro de un samurai. Adoptando la versión atractiva de sus rasgos, dirigió el testimonio a su voluntad.

– ¿Vivía usted en pareja con Duncan Lindgard?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo hacía que duraba esa relación?

– Alrededor de un año y medio.

– ¿Eran felices?

Ella sonrió, frunció los labios e hizo un gesto extraño, única muestra de nerviosismo en ella: deslizó los dedos arqueados sobre su garganta, como si quisiera clavarse una garra.

– No mucho. Bueno, a veces. Unas veces sí y muchas otras no.

– ¿Por qué la relación que ambos habían escogido no era feliz?

– Escoger… Yo no la escogí.

– ¿Cómo es eso?

– Él era dueño de mi vida porque me llevó a un hospital.

– ¿Podría usted explicar al tribunal lo que quiere decir con eso?

– Me habría ahogado y me habría muerto si no llega a ser por él.

– ¿Fue a nadar y tuvo algún problema?

– Me metí en el mar.

– Con intención de ahogarse.

– Exactamente.

El público está electrizado ante esta lacónica y magnífica indiferencia hacia la preciosa posesión de la vida. Harald y Claudia advierten que la gente que los rodea se ha enamorado de esa chica, sus rostros, vueltos hacia ella, están capitulando: Aquí estoy.

– ¿No se alegró de estar viva, después de todo?

– El quiso que yo lo estuviera. Eso era agradable.

– Entonces, ¿por qué usted no era feliz? ¿No estaba agradecida?

– Él quería que me alegrara a su manera, que olvidara el motivo por el que había tomado una decisión, todo aquello a lo que no había podido hacer frente, como si hubiera desaparecido. Como si hubiera salido de mis pulmones junto con el agua de mar, basta, una nueva Natalie. De acuerdo con un plan previsto. El es arquitecto, eso es lo único que sabe hacer: trazar planos, planear la vida de los demás de acuerdo con sus propias especificaciones. No las mías. Encontraba carreras profesionales para mí, incluso actitudes que debía tener. Nada era mío.

– ¿Cuál fue su reacción?

– Quería distanciarme de él y volver a ser yo misma.

– Él la salvó y, a continuación, minó su personalidad, ¿no es así? ¿Minó su capacidad para volver a tener confianza en sí misma? ¿Por qué siguió conviviendo con él en la casita?

Cómo puede ser una mujer vulnerable, criatura de carne suave con esos ojos cuya forma no ha cambiado con el resto y han mantenido la inocencia de la infancia, y, al mismo tiempo, decir las cosas que dice.

– Yo pensaba… estaba fascinada… que si pudiera seguir viviendo así con él, eso sería lo peor que podría nunca sucederme. Lo probaría y, si podía sobrevivir… bueno, era como una especie de apuesta. He tenido tantos fracasos…

– De modo que estaba desesperada. Había intentado ya suicidarse y, una vez más, estaba desesperada.

– Supongo que podría decirse así.

– ¿Él entendía su desesperación?

– Sí, claro. Por eso siempre estaba tratando de encontrar su solución para mí. Lo que nunca entendió, lo que no quiere entender es que yo no puedo utilizar las soluciones de otro, que me atan por el cuello como si fuera una cadena. Él sólo podía estrangularme.

– En este aspecto, que algunos podrían interpretar como bien intencionado, ¿diría usted que era posesivo? ¿Celoso?

– Posesivo… cada pensamiento mío, cada acto, por pequeño que fuera, lo analizaba minuciosamente, lo desmenuzaba.

– ¿Estaba celoso de otros hombres? ¿Del interés que sentían por usted?

– Estaba celoso del aire que respiraba.

– ¿Cómo eran sus relaciones con los hombres de la casa?

– Eran amigos de él y acabaron siéndolo también míos. Gracias a Dios que estaban ellos, porque no se tomaban la vida muy en serio, no eran como él y como yo, podíamos soltarnos el pelo y divertirnos juntos. Él me mantenía alejada de los amigos que pudiera tener yo por mi cuenta. Siempre eran personas poco adecuadas para mí, decía él. No valía la pena pelearse por eso, al final.

– ¿Sabía usted que había tenido una relación homosexual con uno de los hombres de la casa?

– ¡Oh, sí!, me lo había contado todo sobre sí mismo. Pero todo el mundo lo había olvidado.

– La noche del 18 de enero, ¿tuvo usted relaciones sexuales con uno de los hombres? ¿Con Cari Jespersen?

– Sí. Así fue.

– ¿Cómo sucedió?

– Cari era una de esas personas con las que se puede hablar de todo. Y él sabía cómo era Duncan. Yo acostumbraba a acudir a él cuando Duncan y yo nos habíamos peleado, y él tenía capacidad para… bueno, ver las cosas con cierta perspectiva, explicar que aquello no era el fin del mundo.

– ¿Había tenido usted alguna relación íntima con Cari Jespersen antes de esa noche?

– Dios mío, no. Él era homosexual; él y David estaban juntos. Me encontró un empleo donde él trabajaba y a Duncan sí le pareció bien para mí esa solución. Duncan se tranquilizó al pensar que Cari me vigilaría para que no tuviera relaciones con otros hombres del trabajo. Duncan siempre tenía miedo de que me fuera. Le había sucedido antes; cierra la mano con tanta fuerza sobre lo que quiere que lo mata.