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– No le hagas caso. No es más que un abuelo. ¡¡Deberían haberlo jubilado hace cien años!!

El hombre mayor rio, encantado de que le tomaran el pelo.

– ¿Éste va a ser tu nuevo destino? -le preguntó la chica al joven.

– Creo que sí -asintió-. Al menos hasta que me incorpore al cuerpo.

– Va a ser un poli de verdad, Martha. Y uno bueno, estoy seguro.

– Bueno -dijo la chica sonriendo-. Eso está bien, muy bien. Pues yo estoy siempre aquí, así que nos veremos la próxima vez que vengas.

El guardia de mayor edad silbó antes de que ninguno de los jóvenes pudiera hablar y la secretaria se volvió hacia él.

– Bueno, Fred, ya sabes dónde está el dinero. Fírmame aquí, viejo moscardón, y sal antes de que cierre el banco.

Sonrió al hombre, que garabateó su nombre en algunos documentos.

***

Ya en el furgón, mientras se dirigían hacia el banco, en Sunset Street, Fred dijo:

– Creo que le has gustado. ¿Tienes novia?

– No, señor. ¿De verdad cree que le he gustado?

– Desde luego.

El joven rio:

– Bueno, puede ser. Tal vez la invite a salir.

– Es una buena chica -dijo Fred-. Empezó de mecanógrafa en el almacén y enseguida la ascendieron a secretaria del supervisor. Tiene una cabeza bien amueblada.

– Eso no es todo lo que tiene -dijo el joven.

Los dos hombres rieron. Tras un instante de silencio, el mayor preguntó:

– Entonces dime, cuando estuviste en Vietnam, ¿la cosa se puso fea?

– Un par de veces, durante los fuegos cruzados; estaba oscuro y disparabas a ciegas, sin saber si estabas dando en algún blanco. Pero conseguía asustarlos. -Sonrió.- No estuvo tan mal, en realidad.

– Corea fue una mierda. Por lo menos ustedes no se congelaron de frío. Pero cuando más miedo he pasado yo fue durante una persecución a unos tipos que habían atracado una licorería. Conducían un Corvette y yo mi coche patrulla. En las rectas podía alcanzarlos, pero cada vez que llegábamos a una curva, reducían la marcha y salían disparados. Pensé que me iba a matar, con la velocidad a la que iba, así que casi fue un alivio cuando se salieron de la carretera y los de la policía estatal y yo empezamos a dispararles. Las balas volaban por todas partes, pero al menos tenía los pies en el suelo, si sabes a qué me refiero.

El joven asintió y ambos rieron.

– Gajes del oficio.

Detuvo el furgón delante del banco.

– Bueno, ya estamos. Yo agarro el rifle.

– Si no le importa, señor Howard, prefiero llevarlo yo.

– ¿Pasa algo?

– Bueno, es que nunca he llevado tanto dinero encima y me pone nervioso. Creo que prefiero llevar el rifle.

El hombre mayor rio:

– Como quieras. Pero recuerda, chico, la próxima vez no te libras de llevar las bolsas.

El más joven asintió, sonrió e hizo girar el cargador del revólver; a continuación desató la correa de la funda.

– Yo normalmente no me molesto en hacer eso -dijo el hombre mayor-. Todo lo que tenemos que hacer es tomar las sacas, ponerlas en el carrito, llevarlas a los sótanos del banco, firmar un recibo y hemos terminado.

– Pues vaya, señor Howard, en el cursillo de formación fueron muy específicos con los detalles.

– Te diré una cosa, hijo. Esta vez, porque estás tú, lo haremos todo según el reglamento. Luego verás que esto es coser y cantar. El guardia que está adentro es Ted Andrews, un antiguo policía de San Francisco al que dispararon en una pierna hace diez años. No sé cuál es tu opinión de los negros, pero él es un viejo amigo, así que sé educado.

– Sí, señor.

– A veces cuenta cosas. Podrás aprender mucho sobre lo que hace falta para ser un policía.

– Sí, señor.

El hombre mayor desató la correa de la funda de su revólver.

– Vamos allá -sonrió-. Todo según el reglamento.

Esperó un instante, inspeccionando primero la calle a través del parabrisas del furgón y después girando el espejo retrovisor para ver si había alguien detrás.

– Por la derecha despejado.

– Por la izquierda despejado.

– Voy a salir. Cúbreme.

– Bien.

– El hombre mayor bajó del furgón y lo rodeó hasta el asiento del copiloto.

– Vía libre por aquí. Te cubro.

– Salgo.

– El hombre más joven salió del furgón empuñando el rifle.

– Voy atrás.

– Lo cubro. Veo al guardia del banco que viene hacia aquí.

– Puertas abiertas. Tengo el dinero. Vamos con el carrito.

– Lo sigo cubriendo. Adelante, señor.

– Vamos allá, hijo.

Entraron al banco por la primera puerta, el hombre mayor revólver en mano, y el más joven empujando un carrito de mano con tres sacas de dinero. El mayor levantó la vista para saludar a su amigo el guardia, cuando vio a un hombre negro menudo dentro del banco caminando hacia aquél. No pensó, no calculó, se limitó a seguir su instinto, agarrar su arma y gritar:

– ¡Posible peligro a la vista!

El guardia joven se volvió con rapidez y vio a un segundo hombre negro salir de detrás de la esquina del banco y detenerse mirando hacia él a unos seis metros de distancia. Parecía disponerse a sacar algo.

¿Es esto real?, se preguntó el joven guardia de repente. Pero se oyó a sí mismo gritar:

– ¡Alerta! ¡Tú, detente!

El hombre negro de la calle ignoró la orden. El joven guardia lo vio sacar un arma de su gabardina y apuntarle.

Esto no tenía que pasar, pensó. Después gritó:

– ¡Está armado!

Mientras, disparos de bala cortaban el aire. Disparó mientras se acuclillaba detrás del furgón, pero no lo suficientemente rápido como para evitar la bala de Kwanzi, que lo alcanzó en el muslo. Gritó:

– ¡Me han dado! ¡Me han dado! ¡Una ambulancia! ¡Dios mío! ¡Señor Howard, ayuda! ¡Una ambulancia!

El guardia mayor no se volvió; en su lugar, intentó entrar en el banco con el carrito del dinero. Cuando vio la pistola del hombre negro que tenía enfrente sacó su arma. Pudo hacer fuego una vez antes de oír ruido de disparos, después sintió como si le golpearan con fuerza en el pecho y cayó de espaldas atravesando la puerta de vidrio, que se hizo añicos. Intuía que algo grave estaba pasando y no entendía por qué le costaba tanto trabajo respirar. No conseguía relacionar ese hecho con la gran mancha de sangre que se extendía sobre su pecho.

Dentro del banco, Sundiata apuntó con su arma a los cajeros, buscando con la mirada al guardia de seguridad. Todo era ruido y confusión. En uno de los mostradores Emily sacó una pistola de debajo de su abrigo. Se le enganchó en el bolsillo y estuvo a punto de caer al suelo. Empezó a gritar:

– ¡Todo el mundo quieto! ¡Que nadie se mueva!

También ella buscaba al guardia de seguridad. Por su parte, Bill, agitando el arma ante los empleados del banco, gritaba:

– ¡No quiero ni un solo movimiento!

Nadie les obedecía, la gente corría en todas direcciones y se escondía detrás de mesas, sillas, mostradores, lo que encontraba. Algunos se agazapaban en los rincones. La pequeña sucursal era un auténtico caos.

El guardia de seguridad del banco había aprovechado los primeros segundos de confusión para esconderse debajo de una mesa. Desenfundó su arma y, tras inspirar profundamente, se levantó, cubriéndose con la mesa y empuñando la pistola con ambas manos. Cuando estuvo a unos tres metros disparó cuatro veces a Sundiata, que giró como un trompo y seguidamente se desplomó en el suelo.

La gente del interior del banco comenzó a chillar y sus gritos se mezclaron con el estruendo de las alarmas, que saltaban en ese momento. Para los miembros de la brigada que estaban adentro, aquel rugido que les impedía pensar con claridad significaba que su plan había fracasado.

Emily, la boca abierta de par en par, tenía los ojos fijos en el cuerpo de Sundiata, que había caído literalmente a sus pies. De pronto recordó que el vigilante era responsabilidad suya, así que se giró hacia donde estaba éste y disparó su arma. El retroceso la impulsó de espaldas y la bala atravesó los vidrios pasando por encima del vigilante, agazapado bajo la mesa. Éste tenía que sacar balas de recarga de su cartuchera. Siempre había pensado que las llevaba como objeto decorativo más que nada, y sus dedos se movían con torpeza. Al escuchar un ruido a escasos metros, levantó la vista. Una mujer alta y atractiva le apuntaba con una escopeta del 45. Estaba lívida.