– Mírame -dijo en un susurro que a Tommy le pareció tan violento como un grito-. Recuerda bien esta cara, quiero que memorices cada uno de sus rasgos. ¿Dirías que alguna vez fueron bonitos? ¿Ves las arrugas sobre las cejas? ¿Ves las patas de gallo junto a los ojos? Fíjate en la flaccidez del cuello. ¿Y qué hay del color de los ojos, de la forma de la nariz y la barbilla? ¿Los pómulos? ¿Ves la pequeña cicatriz en la frente, justo donde arranca el cabello?
Se apartó el pelo con brusquedad dejando ver una pequeña línea blanca.
– ¿La ves? Quiero que congeles esta imagen de forma que no la olvides nunca.
Se levantó y miró a los dos Tommys.
– Vamos a tener ocasión de conocernos muy bien antes de que todo esto termine -dijo-. Tienen mucho que aprender. Los dos.
Se inclinó y de sopetón empujó al juez hasta hacerlo caer de espaldas sobre el catre. Entonces se metió la mano en el bolsillo y sacó las llaves del coche. Después se enderezó y rio.
– Sobre todo tú, cerdo. Te vamos a reeducar por completo.
Sonrió. Tommy pensó en cómo lo asustaba esa sonrisa.
– Mira a tu alrededor, juez. Calcula las dimensiones de esta habitación. ¿Has estado alguna vez en una de esas celdas a las que enviabas a la gente? ¿Por qué no haces una marca en la pared? Eso hacen los presos para pasar el rato. Después imagínate seis mil quinientas setenta y tres marcas. Son las que yo hice.
Hizo otra pausa dejando que su ira llenase la habitación. Sonrió:
– Pronto les traeré la cena.
Se volvió para salir y después añadió:
– Será mejor que cooperen en todo sin protestar.
– Eso haremos -replicó el juez.
– Sí, señor. Porque, de lo contrario, morirán.
Se volvió y miró a Tommy.
– Los dos.
Después salió y escucharon el ruido de un cerrojo.
El juez Pearson se apresuró a abrazar con fuerza a su nieto, atrayéndolo hacia sí.
– Bueno, parece que estamos en un pequeño lío. No te preocupes, saldremos de ésta.
– ¿Cómo, abuelo?
– Pues… no estoy seguro, pero encontraremos una manera.
– Quiero irme a casa -dijo Tommy luchando por contener las lágrimas-. Quiero irme a casa con mamá y papá.
Empezaba a derrumbarse. Su abuelo le acarició con un dedo las mejillas, por las que empezaban a deslizarse las lágrimas.
– Está bien, Tommy. Llorar suele hacerte sentir mejor -dijo suavemente-. No te preocupes. Estoy aquí, contigo.
Tommy dejó escapar un sollozo, luego otro y hundió la cabeza en la camisa del anciano rompiendo a llorar ruidosamente. El abuelo lo meció atrás y adelante abrazándolo fuerte y susurrando una y otra vez:
– Estoy aquí. Estoy contigo.
El niño se tranquilizó.
– Lo siento, abuelo.
– No pasa nada. Llorar un poco te sienta bien.
– Me siento un poco mejor.
Se apretó más contra su abuelo.
– Voy a ser fuerte, ¿sabes? Seré un soldado, como tú lo fuiste.
– No lo dudo.
– Abuelo, es difícil ser valiente cuando estás asustado. Ha dicho que nos va a matar.
– Lo que quiere es asustarnos.
– A mí me da mucho miedo.
– Claro, a mí también. No sé muy bien lo que pretende, pero creo que quiere que estemos asustados para que hagamos todo lo que nos diga. Si dejamos que nos dé miedo se sentirá más poderosa. Así que no debemos dejar que nos asuste demasiado, de esa forma podremos pensar en un plan.
– Abuelo, ¿nos han secuestrado?
El viejo sonrió y siguió abrazando a su nieto.
– Eso parece -dijo con el tono más despreocupado posible-. ¿Dónde has aprendido esa palabra?
– De un libro que me leyó papá el año pasado. ¿Es una pirata?
El juez intentó recordar qué libro era. Pero sólo se le ocurría La isla del tesoro y su imaginación se llenó de Billy Bones, puntos negros y Long John Silvers.
– Supongo que es una especie de pirata moderna.
Tommy asintió.
– Habla como una.
– Desde luego -el juez abrazó de nuevo al niño.
– ¿Nos va a matar? -preguntó éste.
– No, no. ¿De dónde sacas esa idea? -contestó el juez rápidamente. Demasiado rápidamente, pensó.
Tommy no dijo nada, pero parecía concentrado pensando.
– Creo que quiere matarnos. No sé por qué, pero creo que nos odia.
– No, Tommy. Te equivocas. Sólo da esa impresión porque también ella está asustada. ¿Qué sabes tú de secuestros?
– Bueno, no mucho.
– Pues es algo que va contra la ley, por eso está tan nerviosa.
– ¿Podrías meterla en la cárcel, abuelo?
– Desde luego, Tommy. Encerrarla para que no pueda seguir asustando a niños pequeños.
Tommy sonrió entre lágrimas.
– ¿Va a venir la policía?
– Sospecho que sí.
– ¿Le harán daño?
– Sólo si intenta resistirse.
– Espero que le hagan daño. Como ella a ti.
– Estoy bien.
El juez se llevó la mano a la sien y notó una contusión. Nada grave, pensó.
– Son tres. Dos de ellos hombres.
– Así es, Tommy. Pero puede haber más, aunque no los hayamos oído, así que conviene tener cuidado. Estaremos alerta e intentaremos averiguar cuántos son.
– Si te pega otra vez le pegaré yo a ella.
– No, Tommy. No hagas eso.
Abrazó al niño una vez más.
– No debemos luchar con ella todavía, tenemos que esperar a saber lo que está pasando. Lo importante ahora es hacer todo lo que nos sirva para escapar.
– ¿Y qué está pasando?
– Bueno, en los secuestros normalmente se pide dinero. Seguramente ahora estará llamando a papá y mamá para decirles que estamos bien y que nos dejará libres cuando le den dinero.
– ¿Cuánto?
– No lo sé.
– ¿No podemos pagarle nosotros ahora y marcharnos?
– No, cariño. Las cosas no funcionan así.
– ¿Y por qué no se llevó a Karen y a Lauren en lugar de a nosotros?
– Supongo que se imaginó cuánto te quieren mamá y papá y decidió que estarían dispuestos a pagar mucho dinero para tenerte otra vez en casa.
– ¿Y qué pasa si no tienen suficiente?
– No te preocupes por eso, tu padre puede ir al banco a sacar más.
El niño pareció estar pensando en algo y el juez esperó su siguiente pregunta.
– Abuelo, todavía estoy asustado, pero también tengo hambre. Hoy había pastel de queso en la cafetería y no me gusta mucho.
– Ahora nos traerán la cena. Sólo tienes que aguantar un poco.
– Bueno, pero no me va a gustar. Mamá habría hecho hoy estofado, y me gusta mucho. -El juez sintió deseos de llorar. Miró a su nieto y le pasó una mano por los cabellos revueltos, después tomó su cara entre las manos. Vio las líneas azules de sus manos viejas y venosas y las manchas oscuras de su piel contra la joven y pálida del niño. Tomó aire, estrechó al pequeño contra su cuerpo y pensó: No te preocupes, Tommy. No dejaré que te hagan nada. Le sonrió y el niño le devolvió la sonrisa. No saben que tienes toda la vida por delante y no permitiré que te la roben.
– Muy bien, Tommy, seremos soldados.
El niño asintió.
El viejo echó un vistazo a la habitación. Era un ático polvoriento y sin ventanas, de techo bajo y amueblado sólo con dos camas plegables. Era poco más grande que una celda, como había dicho la mujer, e igual de desolador. El techo inclinado le daba forma triangular. Sobre una de las camas había mantas apiladas, pero en la habitación no hacía frío. Caminó hasta la única puerta. Le habían puesto un cerrojo moderno. Durante esta breve inspección de la estancia no vio nada más. Pero eso no quiere decir nada, pensó, una habitación como ésta siempre tiene algún secreto. Encontrarlo sólo es cuestión de tiempo.